De Rafael Reina Paradas a Juan Medina Ezquerro: republicanos y anticlericales marbellenses

Título de socio de «Mar y Tierra». Fuente: extraído del Blog de Lucía Prieto Borrego, https://luciaprieto.wordpress.com/historia-social/

En el día de mi cumpleaños siempre me acuerdo de mi abuelo, como yo, un viejo republicano. Me acuerdo de las historias que me contaba sobre los republicanos de la Marbella de finales del siglo XIX y principios del XX. Él me contó los logros de otro viejo republicano, Rafael Reina Paradas, rondeño de nacimiento y marbellense por matrimonio y vecindad en la bien habitada calle de Caballeros; defensor del republicanismo marbellí y del obrero marbellero hasta el fin de sus días. Como libre pensador convencido, estaba suscrito al órgano de la «Federación Internacional de Libre Pensamiento en España, Portugal y América Iberia», el semanario Las Dominicales del libre pensamiento, que dirigía el republicano federal Ramón Chíes Gómez –Eduardo de Riofranco, su seudónimo—. Como este, Rafael Reina abogó incansablemente por la jornada de 8 horas para todos los obreros y obreras.

Ya he contado en «República y republicanos marbelleros» que durante la última década del siglo decimonónico funcionó en Marbella un «Comité de coalición republicana», presidido por Francisco de Paula González Delgado, del que Rafael Reina Paradas sería su primer secretario. Uno de sus logros fue constituir una asociación “para el socorro mutuo de sus correligionarios” que, al menos durante el primer lustro de la última década del diecinueve, funcionó en nuestra ciudad con el nombre de «La Fraternidad» y cuyo representante en Madrid sería el ya mencionado Ramón Chíes.

Al advenimiento del nuevo siglo, de la mano de la librepensadora, anticlerical y vallisoletana ciudadana del mundo doña Belén Sárraga, Rafael Reina será el iniciador y presidente de la asociación obrera «Mar y Tierra» establecida en la casa de Pepe Aguilar, «Pucherete», en la estrecha calle Pantaleón –me contaba mi abuelo—. Junto a otros miembros de aquella asociación obrera integrada en la «Federación Provincial Malagueña», será vocal y actuaría como secretario de la Junta Local de Reformas Sociales desde 1905 a 1909 –leí en «Republicanismo, obrerismo y caciquismo: Marbella (1900-1910)» de la historiadora Lucía Prieto—.

En el verano de 1903 formará parte de la comisión encargada de reorganizar el partido republicano de Marbella, bajo la presidencia del que fuese capitán de la antigua «Compañía de Voluntarios», Francisco Sánchez García. También estaba en aquella labor, el hermano de este, José Sánchez; el industrial Rafael Cano Ruiz, uno de los hijos del rico marbellero –nacido veratense— que leía El Combate allá por 1870, y, por supuesto, el heredero del «ciudadano Marín», Fernando María Marín Vázquez, quien mantuvo encendida la llama del republicanismo instructivo obrero en nuestra ciudad hasta el inicio de los felices años veinte. Después, aquel republicano de abolengo, pasó el relevo a su yerno, el administrador de Correos y corresponsal de El Popular en Marbella, Juan Medina Ezquerro, otro republicano y anticlerical convencido –al que me referí en «La République à Marbella»—.

A la llegada de la Tricolor, el culto ebanista don José Martínez Esmoris era el hombre «más respetado y respetable del republicanismo local» –según el nieto del «ciudadano Marín»—. A aquel republicano viejo fue alcalde escasamente cinco días –me contaba mi abuelo—, después cedió el bastón de mando a don Juan Medina Ezquerro, alcalde desde el 18 de abril al 5 de junio de 1931.

Un año más celebro mi cumpleaños con todos mis amigos del ciberespacio. Y, un año más –y no me cansaré de repetirlo—, vaya desde aquí el homenaje de este viejo republicano para todos aquellos paisanos –y paisanas— a los que les arrebataron la vida en el intento de que fuese la Democracia la que guiase al Pueblo, a:

Juan Medina Ezquerro, Antonio López Gómez, Salvador Rodríguez Agudo, Vicente Pérez Montenegro, Nicolás Cuevas Aguilar, José Cuevas Blanco, Antonio Muñoz Osorio, Salvador Ávila Delgado, Alfonso Martín Nieto, José Vega Benavides, Miguel Luna de la Torre, Antolín Viñas Maté, Antonio Zamora Mata, José Zumaquero Márquez, Fernando Sánchez Guerrero, Antonio y José Lima Mata, Rogelio Palma Morito, Francisco Figueredo Gil, José Ramos Ríos, María Machuca Ortiz, Francisco Romero Añón, Antonio Leiva Gallardo, Salvador Peña Lara, Rafael Aranda Puerta, Alonso Machuca Ortiz, Diego Martín Millán, Antonio Caracuel Delgado, José Gómez Vázquez, Juan Morilla Navarro, Francisco Sedeño Ruiz, Antonio Sánchez Mesa, Josefa Mesa Fernández, Francisco Morón Causelo, Rafael Collado Ruiz, José Gómez Machuca, Miguel Sánchez López, Juana Fernández Samiñán…,  –entre otros muchos, que se pueden leer en la tapia del cementerio—.

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Lucio Chapresto Giménez: un riojano convertido en marbellense

Inicio de la calle Salinas. Fuente: Grupo Facebook «Marbella y su Historia»,
fotografía subida por Miguel Rodríguez Rodríguez el 8 de febrero de 2017.

Las estrechas calles del Hospital, de las Pellejas, del Viento, de la Trinidad y Salinas, como expliqué en «Religiosidad y piedad marbellera de ayer y hoy (I)», siempre constituyeron la zona del centro histórico marbellí con mayor carga sacra. Hace alrededor de medio siglo que uno de sus templos, el de los hippies marbelleros cerró. Estaba en la confluencia de la calle Salinas y Trinidad, en un antiguo accesorio del Hospital de la Encarnación –de Bazán por más señas—, señalado con el número 2. Para algunas «personas de bien», «Apple» era una manzana podrida. Para el periodista y escritor Antonio D. Olano, tenía “aire de catacumbas”. Muchos jóvenes de la época lo veneraban, al fin y al cabo las catacumbas también fueron lugares de culto. Desde luego, para Jimmy, su dueño, que había decorado sus paredes con posters y postales recibidas de todos los lugares del mundo, era celestial. Y es que la calle Salinas, como afirma el doctor Moreno, “es una calle con mucha e interesante historia pese a que no supera los cincuenta metros de longitud”. En ella, por ejemplo, entre 1888 y 1897 funcionó el «mastren» de Lucio Chapresto, un prohombre marbellense de la segunda mitad del siglo XIX que aprovecharía la desamortización de Madoz para obtener diferentes propiedades. Una de ellas fue el solar de casa con 65,60 metros cuadrados, procedente del Hospital de Bazán –un bien de beneficencia— que adquirió en el verano de 1871 por 445 pesetas. Esta lindaba por el sur con otra casa también de su propiedad. Allí instaló el ya referido «mastren». Sin embargo, con anterioridad, en la primavera de 1867, aunque le fue adjudicada por la Junta Superior de Ventas una hacienda en el término municipal de Istán con higueras, almendros y algarrobos, finalmente renunció a su adquisición.

Oriundo de la localidad riojana de Nestares, Lucio Chapresto Giménez nació a mediados de la segunda década del diecinueve. Tenía casi 40 años cuando se estableció como comerciante en Marbella. Su esposa, la malagueña Antonia Torres Ramírez, no había cumplido los 35. El matrimonio no tenía hijos pero, con ellos convivía la niña Gregoria Chapresto Bermejo, sobrina de don Lucio. Instalaron su hogar en el número 7 de la calle Caballeros, una calle estrecha pero bien habitada, en la que también estaba domiciliado Pedro de Artola y Villalobos, futuro alcalde por elección popular.

Es sabido, porque lo dejó escrito don Nicolás Cabrillana, que desde el siglo XVI “la viña para la producción de vino y pasas fue la protagonista” de la vida económica en Marbella. La uva de la cepa marbellí era muy gustosa al paladar, algo puntiaguda, dorada, suave y “delgado el hollejo”, según el erudito y canónigo de la catedral de Málaga, Cristóbal Medina Conde –que firmaba con el pseudónimo de Cecilio García de la Leña—.  Un collar de rubíes para el poeta Salvador Rueda:

Como granos de rubíes
de encendidas y de hermosas,
entre las uvas sabrosas
son las uvas marbellíes.

No es su entonación trigueña
cual la del grano vistoso
lleno de jugo sabroso
que dá la pasa rondeña.

Más luminosas y ufanas,
en ellas juntos se vén
el jugo Perojimén
y el de las cepas tempranas.

No sé si de bello mar
viene el nombre peregrino,
tomando del mar divino
que va Marbella á besar.

Pero sé que los rubíes
son entre piedras hermosos,
como entre frutos sabrosos
son las uvas marbellíes.
A las nobles moscateles
vencen en limpios cristales,
en tamaño á las parrales,
y en color á las cabrieles

Es mi fruto favorito,
y mejor el labio moja
que la uva dulce de Loja
el corazón de cabrito.

Ninguno ofrece los bienes
que él, entre finos manjares;
no valen uvas mollares,
doradillas, ni lairenes.

Lo digo; son los rubíes
entre las piedras hermosos,
como entre frutos sabrosos
son las uvas marbellíes.

Durante siglos, hasta que la filoxera se los llevó, los viñedos formaron parte del paisaje de Marbella, dominaron su campo desde el este al oeste, desde la vega a la sierra. Solo el higueral se atrevió a competir con el majuelo. En el partido de La Campiña, a poniente del río de Las Tenerías –o de La Represa— y antes de llegar a El Ángel destacaron durante el siglo XIX, entre otros, los higuerales de: Juan de Quijada, la Montua, la Pacera, Miguel Torres, Montoro, Magaña, Valdeolletas, Buenavista, Salvador Machuca y las Herrizas de Nagüeles. A levante, hasta llegar al pago de Río Real daban el dulce añogal el magnífico higueral de los Cano, el de Paco Cervera, el de Romero Escame y el de Juan Duarte. Más al este, el de Ramón García Raya –personaje al que me referí en «Gracia y Justicia marbellense, 1876-1899»—, en otros tiempos denominado como el de Castro y, ya en el partido de Las Chapas en el Coto de Los Dolores, propiedad de la poderosa casa malagueña de los Heredia, convivían la viña, el lagar y el higueral.

Así que no fue casualidad que Lucio Chapresto Giménez se instalase en Marbella, ya que como Cosme Vázquez Clavel en el Siglo de las Luces, se dedicaba al comercio de los dulces frutos del país: higos, pasas y mostos. A su llegada a la ciudad, no muy lejos del casco urbano, en La Peñuela, se hizo con una viña que más tarde arrendó al experto viñero Rafael de Alva Claro, natural de Iznate –pueblo que por tradición cultivaba y cultiva la vid— . Después en Las Chapas adquirió una hacienda en la cual, siguiendo el modelo de los Heredia –por cierto, de ascendencia riojana como él—, disponía de un meritorio higueral de higos imperiales, una espléndida viña marbellí y un lagar de piedra donde bailaban “los hombres rudos el baile del Agosto” –que versara Salvador Rueda en sus Cantos de la Vendimia—. Su linde separaba los términos de Marbella y Ojén por la cuerda de Tinaones y Gamonales. Eran sus vecinas la viña que fue de Ildefonso Giménez y la de José Casado Sánchez. Chapresto, en principio puso al frente de aquella hacienda a su cuñado Pepe –José Torres Ramírez— y años más tarde la confiaría al alborgeño Salvador Fernández Ranea, experto vinicultor y «pasero».

Además de exponer sus productos en aquella feria de ganado y agrícola que en Marbella se celebraba cada 28 de mayo –catalogada como una de las principales de España durante el siglo XIX—, don Lucio solía concurrir con sus productos marbellíes a las más importantes exposiciones de la época. Entre el 10 de mayo y el 10 de noviembre de 1876, junto a la jabonosa esteatita, la cúprica malaquita y la férrea magnetita que aportaron los ingenieros del distrito minero de Marbella, se exhibieron sus pasas de uva marbellí y sus higos imperiales secos en la Exposición Universal de Filadelfia. Chapresto fue el único expositor español de este rico producto –en su doble sentido—. La prensa consideró un fallo garrafal que los famosos higos de Fraga o los de los pueblos de las Alpujarras no estuviesen presentes en Filadelfia, dejando el paso libre a los productores griegos e italianos al mercado americano. A nivel nacional, en octubre del mismo año, participaría también en la Exposición Regional Leonesa, por su mérito, su fruta seca (higos y pasas) obtuvo la medalla de bronce. Por cierto, el afamado aguardiente de Ojén de Pedro Morales obtuvo la medalla de plata es su especialidad. Triunfaron también sus higos imperiales secos en 1880 tanto en la Exposición Artística, Industrial y Agrícola de Málaga, donde obtuvo medalla de primera clase, como en la Exposición provincial Logroñesa, donde fueron premiados con mención honorífica tanto los higos como las pasas y el vino moscatel que producía en su finca de Las Chapas.

Volviendo al ámbito familiar, su sobrina Gregoria tenía 21 años cuando contrajo matrimonio el día de Año Nuevo de 1863 con Félix García Morenas, también riojano. El joven matrimonio continuó viviendo con sus tíos varios años, incluso tras el nacimiento de su hija Juliana, en enero de 1864. Después, se afincó en Gaucín, regentaron un comercio de tejidos e incluso, Félix, fue juez municipal. Tras la ausencia de Gregoria, en 1870, don Lucio y su esposa acogieron a otra adolescente, Antonia Panyagua Torres, sobrina de doña Antonia. Entonces, también vivía con ellos, el joven dependiente, Sotero García, de 18 años. En 1879 residían en su hogar Francisca Torres Fernández, hija del primer matrimonio de su cuñado Pepe, y Segundo Chapresto Torres, quizá el hermano menor de Paquita. Ambos habían nacido en Ojén con cuatro años de diferencia. Su sobrina tenía 30 años cuando se casó con un joven panadero de su misma edad y natural de Benagalbón, José Escobar Martín. Los recién casados se mudaron al número 9 de la calle Hospital de Bazán. Entonces, don Lucio les confió la gestión de su «mastren», situado a la vuelta de la esquina como tengo dicho. Durante los siguientes veinte años Segundo –que el Padrón Municipal de 1894 lo registra como “Segundo Chapresto Esposito”— se formó en el negocio familiar. Por cierto, es curioso como la oscura mentalidad del agente censal parece confirmar que el hijo de don Lucio y doña Antonia era adoptado.

Lucio Chapresto Giménez también destacó como político local. Tras la proclamación de «La Gloriosa» en Marbella, el 23 de septiembre de 1868, formará parte de la Junta provisional de Gobierno presidida por su vecino Pedro de Artola y Villalobos, quien, un par de años después, lo propondría para formar parte de la Junta municipal de Sanidad correspondiente al bienio 1871-1872.

El Ayuntamiento Constitucional constituido a principios de febrero de 1872 estaría presidido por Pedro de Artola y en el mismo se integraron cuatro concejales republicanos federales: Salvador Cortés Moreno, Antonio Álvarez Toro, Miguel Donoso Álvarez y Domingo Crego Pérez. Estos se opondrían a final de aquel mismo año a las dos ternas propuestas para el cargo de juez municipal por estar integradas por monárquicos dinásticos, entre los que se encontraba Lucio Chapresto, al que el alcalde Artola consideraba “hombres de bien y de acreditada capacidad”.

Pedro de Artola sería depuesto como alcalde por la República y repuesto tras la caída de esta. Permanecería en el cargo hasta primeros de 1875 en que se hizo con la presidencia de la Corporación Juan de Quijada, más conservador que él.

En marzo de 1877 un nuevo Ayuntamiento traería otra vez a la escena política local a Pedro de Artola y sus seguidores. Aunque la alcaldía recayó sobre Diego Romero Amores –que no sabía ni leer ni escribir—, la municipalidad estaba compuesta, entre otros por: Pedro de Artola y Villalobos, Ramón García Raya, Juan Fernández Belón, Amador Belón Pellizó, Tomás Domínguez Artola y Lucio Chapresto Giménez, que formaría parte de la sección permanente de Presupuestos y Pósitos. La primera propuesta del concejal Chapresto fue que se expusiera mensualmente para general conocimiento los ingresos y gastos del Ayuntamiento. Después exigió que se requiriese al encargado del ferrocarril minero, recién estrenado, el cumplimiento de los reglamentos sobre vías férreas en lo que se refería a la seguridad de los transeúntes, instalando las guardas, compuertas y pasos a nivel “para evitar desgracias” –precepto que nunca cumplió la compañía inglesa—.

El 22 de marzo de 1877 fue elegido miembro de la Junta de Primera Enseñanza y el 28 de junio del mismo año, primer teniente alcalde del Ayuntamiento Constitucional. El 29 de junio de 1877 presidiría el Pleno Lucio Chaptresto por delegación del alcalde, Diego Romero Amores. Tras la dimisión de este último el 5 de agosto alegando estar enfermo del hígado, será Lucio Chapresto quien desempeñe interinamente la alcaldía de Marbella hasta el 29 de septiembre de ese mismo año en que toma posesión como alcalde “el primer cacique, en sentido estricto, del régimen canovista en Marbella”, Tomás Domínguez Artola –que nos enseña el doctor Casado—. En realidad el espabilado alcalde analfabeto, Romero Amores, se quitó de en medio –que diría mi abuelo— del hecho de haber ingresado en la caja municipal 11.000 reales en lugar de los 20.000 correspondiente al depósito aportado por el contratista de consumos. Cinco días después, el alcalde interino, Lucio Chapresto, lo puso en conocimiento del juzgado de primera instancia de Marbella. No obstante, Diego Romero Amores volvería a ser alcalde en 1895 y nuevamente procesado por corrupción en 1896. Volvió a salir indemne y repuesto como alcalde en diciembre de 1897.

Paradójicamente, sería el arrendatario del impuesto de consumos quien terminó con la vida política de Lucio Chapresto. El 20 de febrero de 1878 el juez Carlos Álvarez-Ossorio y Pizarro decretó su suspensión tras incoarle causa por contrabando. No obstante, antes le dio lugar a cobrar las 84,25 pesetas por haber organizado la “corrida de gallos, cucañas y otros ocurridos en los festejos” por la boda regia de Alfonso XII.

Al final de sus día en la ciudad don Lucio tuvo que acudir al juzgado marbellí en varias ocasiones más pero, para denunciar el hurto de algún que otro jumento de su propiedad. La última vez en septiembre de 1894 cuando Juan Navarro Rojas, «el Berraco», intentó estafarlo en el trato de una caballería menor.

Hasta aquí mi aportación sobre un personaje de la Marbella decimonónica, con sus luces y sus sombras, al que no se le ha prestado interés por parte de los eruditos y cronistas locales, tal vez, por no ser «marbellero de estirpe» o de «pura cepa». Sin embargo, aunque desapareció como la cepa de la uva marbellí a finales del siglo XIX de nuestra ciudad, permaneció en ella ligado a su vida económica y política durante cuarenta años. En ese tiempo paseó el nombre de Marbella mientras endulzaba la vida de medio mundo con sus magníficos ceretes de higos secos imperiales, sus extraordinarias uvas pasas marbellíes y su excelente vino moscatel añejo que elaboraba en su hacienda de Las Chapas.

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Lucio Chapresto Giménez: un riojano convertido en marbellense

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Félix Jiménez de la Plata y Ávila, juez de instrucción del partido de Marbella

Estado de los frescos de la Sala de Justicia de la Casa Consistorial de Marbella, 1948. Fuente: Legado Temboury, tb4981a. Fotografís: Adolfo Fernández Casamayor,

Félix Jiménez de la Plata y Ávila era hijo de un funcionario del cuerpo de empleados de Aduanas y de la malagueña Manuela Ávila Liceras. Había nacido en la isla de Puerto Rico pero, creció en Málaga. Llegó a esta ciudad con apenas siete años, al conseguir su padre la plaza de vista segundo de la aduana, en marzo de 1867. En los años setenta y ochenta, tanto él como su hermano Manuel formaron parte de lo que la prensa de la época denominaba “jóvenes de la buena sociedad malagueña”. Era habitual encontrar a los Jiménez de la Plata en los principales eventos lúdicos, como el baile de máscaras celebrado en febrero de 1876 en el Teatro Principal, o actividades deportivas, como las regatas del Club Mediterráneo, del que su padre era directivo. Igualmente, en los bazares de beneficencia, patrocinados por las damas de la burguesía malagueña, estaban presente las mujeres de la familia con donantes de valiosos objetos.

Los familiares malagueños de Félix Jiménez de la Plata eran afines al Partido Liberal, militantes de agrupaciones políticas vinculadas a Sagasta y contrarios a la facción partidaria del marbellero José López Domínguez.

Tras obtener el título de licenciado en Derecho Civil y Canónico con tan solo 21 años –en 31 de agosto de 1881—, ejerció de abogado en Málaga durante más de cinco años y, en 1887, fue juez municipal suplente del distrito de Santo Domingo. El 7 de agosto de 1888 ingresó en la carrera judicial como juez del juzgado de primera instancia del partido de Madridejos (Toledo). Poco tiempo después, el 20 de noviembre, murió su padre víctima de una dolorosa catástrofe ocurrida en Málaga diez días antes. Avisado el joven juez, llegó a Málaga la noche del 18 de noviembre y “pudo aún abrazar a su padre” en su lecho. Parece que el fallecimiento de su padre le produjo tal aflicción que le fue imposible retomar sus obligaciones judiciales como era debido. Por lo que la Audiencia de Toledo dictó “auto de procesamiento y suspensión en el ejercicio de su cargo”. Fue declarado cesante el 19 de septiembre de 1889.

En el verano siguiente fue nombrado electo del juzgado asturiano de Castropol. Pero, no sería hasta el 25 de noviembre 1890 –dos años después del fallecimiento de su padre— cuando tomase posesión, en la provincia de Málaga, del juzgado de primera instancia de Gaucín y su partido. Tenía 30 años. Poco después contrajo matrimonio con una joven gaucileña, María Galán. Allí nacerán su hijo Félix y su hija Ángela.

Tras un periodo de excedencia y varios nombramientos como electo fuera de la provincia de Málaga, el 9 de marzo de 1896 tomó posesión como titular del juzgado de primera instancia de Marbella. Se instaló, con su familia, en la misma sede judicial, en la casa solariega de los Domínguez de la plazuela de San Bernabé –donde durmió Felipe IV, además de haber nacido, precisamente, el general López Domínguez—. Llevaba tan solo tres meses en el cargo cuando se hizo evidente su enemistad política con la burguesía dirigente marbellera. El pariente de López Domínguez y senador Joaquín Chinchilla Diez de Oñate, cacique marbellense –nacido en Órgiva—, pidió al ministro de Gracia y Justicia su traslado por ser incompatible en este partido judicial. Apelaba al artículo de la Ley en vigor, según el cual no podía ejercer como juez de instrucción quien a cuya jurisdicción perteneciera “el pueblo en que él ó su mujer, ó los parientes de uno ó de otro en línea recta ó en la trasversal dentro del cuarto grado civil de consanguinidad, ó segundo de afinidad, poseyeren bienes raíces, ó ejercieren alguna industria, comercio ó granjería”. Pero, si bien su padre y su tío Joaquín habían sido socios de «La Amistad», sociedad que en 1875 arrendaba la mina de arenas ferruginosas nombrada «El Porvenir», situada en la zona de Arroyo Segundo –leí en la Isla de Arriarán, 9—, ya no lo eran. Sin duda, se refería el senador a sus tíos Cayetano Rafael Ardois y Concepción Ávila Liceras, que, aunque sin empadronar, desde 1894 residían de forma habitual en la casa número 9 de la calle Ancha, que ahora se llamaba del General López Domínguez, contrincante político de su familia.

En 1897, el político local Amador Belón Pellizó vivía en el número 11 de la calle Nueva. Su familia era numerosa y la menor de sus hijas, Concepción, tenía tan solo 14 años. No obstante, a mediados de septiembre de 1898, aquella quinceañera fue protagonista de un “suceso misterioso” relatado, primero, en la prensa malagueña y, después, en la nacional por estar implicado el juez de instrucción marbellí en «El rapto de una señorita» –reseñado en Miedo, pobreza e irrealidad de Andrés García Baena—.

La influyente familia de la joven raptada puso los hechos en conocimiento de la Audiencia territorial de Granada que ordenó una inspección judicial. Nombró como abogado fiscal al de la Audiencia provincial de Málaga, Juan Parrizas e Ibáñez, y como juez especial, al experimentado e integro juez de instrucción de Colmenar, Enrique Miranda y Godoy. Encargados de depurar “los hechos que tanta alarma” habían producido en la ciudad –según La Unión Mercantil—, ambos salieron para Marbella el 18 de octubre. Aunque las actuaciones sumariales se realizaron con “absoluta reserva”, a la semana siguiente, se conoció, a través de El Imparcial –periódico de los parientes del senador Chinchilla—, la declaración de la familia Belón. Donde se afirmaba que la joven salió de su casa acompañada por Amadora González, esposa de un empleado de Tabacalera en Marbella. Que, ambas tomaron un carruaje que las esperaba a las afueras de la ciudad, en el ventorrillo de Cano, junto a la ermita de la Virgen del Carmen. Y que, en el camino de su casa al ventorrillo, se les unió un hombre que las acompañó hasta el carruaje y las despidió al partir hacia Málaga, “dejando en manos de la criada una suma de relativa importancia”. También, que la muchacha aseguró “que le prometió reunirse con ella muy en breve”. Además, el periódico destacaba que de “rumor público” se sabía que el marido de la tal Amadora era un protegido del juez Jiménez de la Plata, “a cuya influencia debe el puesto” que tenía en Tabacalera.

A los pocos días del “suceso amoroso” –como lo calificó La Unión Mercantil—, fue un hermano de Concepción –seguramente Enrique, que era el mayor—, quien la encontró en Málaga. Pero, no la encontró en compañía del juez de Marbella sino en un colegio de monjas que había en la calle Madre de Dios, donde fue inscrita con nombre supuesto por una tía ficticia. Por ese motivo, corrió por la localidad el rumor de que la joven quería ser monja y el juez intervino “por razón de su cargo”. Aunque, los más entendidos en política municipal, aseguraron que todo había sido producto de intrigas de la localidad. Así, un antiguo empleado de la cárcel del partido marbellí llegó a declarar que “la maldita política tiene la culpa de todo”.

Uno de los primeros autos dictados por el juez especial Miranda sería el de encarcelamiento de la falsa tía, Amadora González. Fue inútil, ya que nadie dio razón de su paradero. Después, dirigió un exhorto al juzgado del distrito de la Merced. Donde, durante los primeros días de noviembre, sor Alexia, la madre superiora del colegio; el dueño de la empresa de carruajes donde se alquiló el coche; el antiguo empleado de la cárcel de Marbella, antes referido, y varios funcionarios de la jefatura de vigilancia prestaron declaración ante el juez municipal Manuel Altolaguirre y Álvarez, en presencia del “digno e ilustrado” fiscal Juan Parrizas.

El 31 de octubre, Enrique Miranda fue nombrado juez electo de Mahón y, por tal motivo, se anunció que para continuar las diligencias sumariales, sería sustituido por el juez de Ronda, Fernando Moreno Fernández de Rodas. Pero, Miranda, que finalmente continuó en el juzgado de Colmenar –hasta el verano de 1901 en que permutó con el juez del partido de Estepona—, dictó auto de procesamiento de Félix Jiménez de la Plata y Ávila el 8 de noviembre.

A estas alturas del «proceso de Marbella», toda la prensa nacional comparaba el «rapto de Marbella» con una comedia de Tirso de Molina. Incluso se habían publicado poesías como la aparecida en La Región Extremeña, que decía:

El señor Juez de Marbella
según leo emocionado
ha sido ahora procesado
por un rapto de una ella
o sea una señorita
de aquella localidad
de quince abriles de edad
y un asombro de bonita.
Habrá quien se escandalice
de que todo un Juez severo,
que de seguro es soltero,
de ese modo se electrice;
pero yo le absuelvo en vez
de un fallo condenatorio;
¡porque no quita lo Juez
a lo Tenorio!
Lo malo para el raptor
si vale profetizar,
es que haya Comendador
que le pueda reventar!

Pero fue “Un amante de la Justicia” –de rumor marbellero, pariente de una monja del convento malagueño—, el autor de «La novela de mi pueblo». Una carta en cuatro actos que, sin ningún reparo, publicó La Unión Mercantil dos días antes de ser dictado el auto de procesamiento. En ella, aunque reconocía que el caso se enmarcaba en el más puro estilo de la comedia de capa y espada, el autor corroboraba la versión de la familia e insistía en la culpabilidad del juez de Marbella: “él gallardo y calavera, ella inocente y poco experimentada en lideres amorosas”. Aseguraba que la carta que ella dejó a su familia, despidiéndose para ingresar en un convento, se la había dictado él: “resquemores y agravios recibidos en esta casa me obligan a abandonarla para ingresar en un convento”. Y concluía, aquel esbozo de novela, afirmando que el “funcionario llamado á velar por la tranquilidad pública” se había “convertido en perturbador de la honra ajena, envolviendo con débiles capas de legalidad, el rapto más novelesco y con más apariencias de «clasicismo», que se recuerda en este bendito rincón de Andalucía”.

La última actuación judicial de don Félix en Marbella fue realizada el 4 de noviembre. Dictó, al actuario Antonio Amores, una requisitoria para que los agentes de la policía judicial buscasen veintiocho ovejas blancas, tres negras y un carnero macho. A la vez que ordenaba la detención y remisión a la cárcel pública de la ciudad, a su disposición, de las personas en cuyo poder se hallaren las reses, si no justificaban su legítima adquisición.

Ya procesado, el juez de instrucción Jiménez de la Plata mandó una carta a La Unión Mercantil. El diario malagueño no la publicó pero, sí la comentó en su habitual apartado «En defensa propia» el 13 de noviembre. En la “extensa y llorosa carta” –decía la editorial—, su señoría calificaba “de injusta é improcedente la campaña” que se había hecho en ese medio. Añadía que todas las noticias que había publicado el periódico eran falsas y peligrosas. Y continuaba, según la columna, con una serie “de frases sin sentido, hablando de engaños, de infames fines, rastreros, miserables, canallas, etc.”. Sin embargo, La Unión Mercantil, si tenía claro que el señor juez era uno de esos “representantes del poder judicial, elevados al desempeño de tan augustas funciones por la influencia política”.

Dos días más tardes, el 15 de noviembre, una real orden lo declaraba cesante del cargo de juez de primera instancia de Marbella. En febrero de 1899 recurrirá la decisión del Ministerio de Gracia y Justicia ante el Tribunal de lo Contencioso Administrativo.

Fue nombrado el 13 de julio de 1899 para el Juzgado de primera instancia de Jarandilla de la Vera y tomó posesión el 11 de septiembre de aquel mismo año. Era juez del partido almeriense de Purchena cuando la linda Concepción falleció en Marbella, a la edad de 19 años. En septiembre de 1902 fue promovido a abogado fiscal de Jaén, de donde pasó a la Audiencia provincial de Almería con igual cargo. Unas veces de fiscal y otras como juez, recorrió media España hasta su fallecimiento ocurrido en el verano de 1920 en Albacete siendo magistrado de su Audiencia.

Solo recordar un último y curioso dato –al que ya me he referido en otros relatos—. En marzo de 1924 doña Concepción Ávila, de la que era deudor don Enrique Belón Fernández, enajenó las casas nº 9 y nº 7 de la calle de la Puerta del Mar y la nº 7 de la de Fortaleza a favor de don Manuel de Zea Cuevas –médico como su padre— y don Ángel Jiménez de la Plata Galán, su sobrino nieto, abogado e hijo del difunto magistrado don Félix Jiménez de la Plata y Ávila.

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Gracia y Justicia de la Marbella decimonónica

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Carlos Álvarez-Ossorio y Pizarro, juez de primera instancia de Marbella y su partido

Amad la justicia, vosotros que sois jueces en la tierra
La locución latina DILLIJITE JUSTICIAM,QUI JUDICATIS TERRAM presidía la Sala de Justicia de la Casa Consistorial de Marbella. Fotografía: Portal Web oficial del Ayuntamiento de Marbella,www.marbella.es.

El 10 de marzo de 1873, con la República recién nacida, fue nombrado juez de primera instancia de Marbella y su partido don Carlos Álvarez-Ossorio y Pizarro. Un abogado, periodista, comediógrafo y poeta que, tras quedarse viudo, ingresó en la judicatura a finales de 1872 como juez de primera instancia del partido de Navalmoral de la Mata.

Don Carlos había nacido en Llerena (Badajoz), en el seno de una familia ilustrada cuya genealogía nos revela renombrados profesionales –al margen de la política—, no solo de la judicatura o la abogacía sino, también, de otras disciplinas como el periodismo, la arqueología, la arquitectura, la literatura o la medicina. Sin ir más lejos, su padre fue un médico-cirujano gaditano, profesor de odontología en la Universidad de Sevilla. Fue en esta universidad donde nuestro juez se licenció en Derecho, expidiéndosele el título de abogado el 18 de junio de 1857.

Después, sería redactor de la Gaceta Médico Forense, revista profesional dirigida y administrada, respectivamente, por sus hermanos Aníbal, médico como su padre –aunque ejerció más de periodista y como alto funcionario del Estado— y Florencio, abogado como él. En aquella revista especializada publicó en 1863 un artículo sobre los cementerios –leí en las «Notas sobre la Gaceta Médico Forense»—.

En febrero de 1864, cuando ya era un “conocido escritor público”, se le propuso la edición de un poemario de jóvenes autores titulado Álbum de la infancia. Ese mismo año nació el periódico liberal Crónica de Badajoz, adicto al republicanismo de Salmerón tras la revolución del 68 y que, en 1870, se convertirá en La Crónica. En ambas cabeceras los artículos y poesías firmados por Carlos A. Ossorio se hicieron habituales. Especialmente interesante sería el trabajo titulado «La cuestión de Propios», publicado en junio de 1869, donde se mostraba partidario “del reparto de bienes comunales” entre “la clase pueblo”, siempre “en ruinosa derrota”. En aquel año, don Carlos, ya era alcalde de la localidad pacense de Valencia de las Torres –había iniciado su trayectoria política en febrero de 1866 cuando fue nombrado consejero provincial supernumerario de Badajoz—.

En el verano de 1870, El Eco del Magisterio lo denunció por ejercer “muy mal su misión”. Lo acusó de jactarse de las penurias que padecían la maestra y su madre. Aquel periódico, defensor de los intereses del profesorado de Instrucción Primaria, lo consideró responsable del impago del salario a la profesora desde hacía cerca de nueve meses. No obstante, La Crónica, del que era amigo y colaborador, consideró falsas las acusaciones y lo defendió a capa y espada, afirmando que, “de cuyo amor por la enseñanza y sentimientos levantados, podemos nosotros salir garantes”.

A finales de aquel mismo año, El Imparcial, anunciaba la candidatura de Carlos Álvarez-Ossorio, “apoyado por el partido verdaderamente liberal de Llerena”, en las próximas elecciones para diputados provinciales. El periódico de los Gasset lo veía como “una garantía para los electores de aquel distrito” pedía “que le prestasen decididamente su apoyo”. Sin embargo, esta candidatura y “un excesivo selo en el cumplimiento de su deber” le acarreó la apertura de dos causas por parte del juez municipal de Valencia de las Torres, que hasta la segunda semana de agosto de 1871 estuvieron sub judice. Finalmente, ambas, fueron sobreseídas por el juez de primera instrucción de Llerena.

El juez Carlos Álvarez-Osorio llegaría a Marbella en la templada primavera, después de firmar el 21 de marzo de 1873 su última sentencia como juez de Navalmoral de la Mata. Tras su toma de posesión, sus actuaciones judiciales marbellíes se limitaron a procesos judiciales penales por delitos de bagatela: robos de dineros y, sobre todo, hurtos de animales; resultado de aquella sociedad empobrecida. Pero, a medida que la temperatura se hacía más veraniega, el clima revolucionario de los republicanos federales del partido judicial de Marbella también se fue calentando. De modo que, a principios de junio, los vecinos de Ojén “incendiaron, talaron y se repartieron” lo que ellos consideraban bienes comunales o de propios en poder “de un magnate”, Cayetano Rafael Ardois –lo conté en «Minas, negocios y Ardois»—.

Lo cierto es que la Guardia Civil intervino y la superioridad encargó al juez que procediera “con actividad, celo y energía contra los delincuentes, trasladando el juzgado al lugar de la ocurrencia”. El día 6, don Carlos, ya había abierto diligencias previas “en averiguación de los excesos contra la propiedad cometidos por algunos vecinos de Ojén en la dehesa de Sierra-Blanca”. Sin embargo, no fueron pocos ni cualesquiera los ojenetos que actuaron contra la hacienda de Ardois. Por lo que el juez, teórico adalid de «la cuestión de Propios», decidió pedir auxilio al Ministerio de la Guerra.

La mañana del sábado 7 de junio fondeó en la rada de Marbella el vapor de guerra Alerta con una compañía de voluntarios republicanos federales malagueños al mando de Miguel Carbonell. Los voluntarios movilizados se plantaron en Ojén esa misma noche. De inmediato, el capitán y sus cuatro oficiales se reunieron en la casa capitular con el alcalde, Gaspar Merino Zumaquero, los concejales y los oficiales de la milicia ojeneta. Se acordó dar vía libre al juez del partido para que pudiese constituir el juzgado en el pueblo y, allí, ejercer su ministerio. No obstante, al día siguiente, cuando Álvarez-Osorio se dirigía a Ojén, pasada la Cañada Murta –propiedad de Ardois también—, le salieron al paso unos desconocidos y le dijeron que si entraba en el pueblo, “lo iban á volar en pólvora”. Don Carlos tomó la determinación de volverse para Marbella, incoar sumario contra los líderes ojenetos y decretar su prisión. Mientras tanto el alcalde dispuso “elevar expediente gubernativo, para aclarar los hechos”.

El lunes 9 de junio los voluntarios malagueños custodiaron hasta Marbella al alcalde, los concejales y los oficiales de la milicia ciudadana de Ojén. A su llegada, el capitán Carbonell los puso a disposición de Álvarez-Osorio. Tras ellos llegaron más de dos mil personas “entre mujeres, hombres y niños” que rodearon la casa del juez –noticiaba un suelto de La Crónica amiga—, pidiendo la libertad de los presos y gritando: “¡quemar los autos y arrastrarle!”. Tras una larga reunión entre don Carlos y don Miguel, este no garantizó el traslado de los federales ojenetos desde el juzgado a la cárcel. El juez, que vio “comprometida su vida”, revocó el auto de prisión que había promovido “dejando en libertad a los nueve presuntos reos”. La alegría, el júbilo y el entusiasmo se hizo general, incluso entre los ciudadanos de Marbella. El Ayuntamiento de Ojén con el pueblo, acordó “dar un voto de gracia a los ciudadanos oficiales y fuerzas de voluntarios” de Málaga.

Tras finalizar las fiestas en honor de San Bernabé, Carlos Álvarez-Osorio dejó Marbella –no para siempre— con destino al juzgado asturiano de Belmonte.

A principios de julio, tuvo que ser el abogado esteponero Antonio Martín Lara, promotor fiscal de Marbella desde el 8 de abril de 1871, quien se desplace a Fuengirola para auxiliar a Segismundo del Moral Ceballo, juez del distrito de la Merced de Málaga. Este había sido nombrado juez especial para concluir la causa por sedición contra los revolucionarios ojenetos e incoar sumaria, por el mismo delito, contra los republicanos federales mijeños que también avivaron el fuego en su término municipal.

Cuatro años y medio después, en noviembre de 1877, quedó vacante la plaza de juez de primera instancia de Marbella. Por resolución del Ministerio de Gracia y Justicia, la ocupará de nuevo el juez Carlos Álvarez-Ossorio y Pizarro. Hasta entonces había sido juez de primera instancia de Bermillo de Sayago, un pueblo de Zamora. Poco antes de que don Carlos volviese a Marbella, en la imprenta y litografía zamorana de J. Gutiérrez, publicó un voluminoso tratado teórico-práctico de enjuiciamiento criminal titulado Práctica Forense Penal. Su objetivo era proporcionar a los jueces, fiscales y secretarios municipales, a los que consideraba poco aptos, “los conocimientos más indispensables” para cumplir “con  acierto sus funciones” en los asuntos criminales. Por cierto, el modelo de «Declaración de rebeldía de un procesado» –inserto en la página 195— lo había diseñado en su estadía anterior en Marbella.

Aunque en 1878 tuvo abundantes e intensas actuaciones judiciales, su “ilustrada pluma” fue muy productiva, también en “la bella literatura”. De su quehacer profesional, destacaré la requisitoria de busca y captura de los ocho presos fugados de la cárcel del partido –asunto al que me referí en mi «Crónica carcelaria»—, el decreto de suspensión del primer teniente alcalde de Marbella, el comerciante Lucio Chapresto, acusado de contrabando y la incoación de una causa contra Cristóbal Montesinos del Río, secretario del juzgado municipal de Benahavís, por abandono de funciones públicas. En cuanto a sus trabajos editoriales, aquel año, en la imprenta malagueña de Párraga publicó una nueva obra jurídica, Guía forense municipal. Era otro tratado teórico-práctico escrito expresamente para los mismos funcionarios judiciales que el anterior. Después, en el verano, la Gaceta Judicial incluyó su proyecto de reforma de los juzgados municipales con la idea de crear “un Cuerpo de Aspirantes para la Judicatura municipal”. Y cerró el año con la publicación, en la imprenta malagueña del Centro Consultivo, de una comedia en tres actos, en verso, titulada Un proverbio. Con anterioridad había publicado, al menos, otras cuatro obras dramáticas: El tío Camama, Mate a la tercer jugada, Como el gallo de Morón y Del Norte a la Macarena.

Pese a que estuvo a punto de dejar Marbella en la primavera de 1878 para incorporarse a la legación de España en Constantinopla como «joven de lenguas», el nombramiento quedó sin efecto y permanecióa en nuestra ciudad hasta principios de septiembre de 1879, cuando se le concedió el traslado para el juzgado de Huelma. No obstante, antes, tuvo tiempo de dictar una última requisitoria para la busca, captura y remisión a la cárcel pública de ocho de los nueve ojenetos republicanos federales, a los que él mismo había incoado expediente procesal por sedición seis años antes: Gaspar Merino Zumaquero, Juan García Sánchez, Martín Lucas, Máximo Jiménez, Antonio Pacheco Navarro, Mateo Márquez Martín, Pedro García Fernández y Fernando Zumaquero García. Sin embargo, a su señoría también le esperaba un procesamiento.

Ya en la primavera de 1880, el gobernador civil de Zamora buscaba al juez Álvarez-Ossorio “por abusos cometidos en el ejercicio de su cargo” para su ingreso en la prisión de Bermillo de Sayago. Y es que resulta que durante los meses de agosto y septiembre de 1877 el Boletín Oficial de la Provincia de Valladolid anunció, en repetidas ocasiones, la venta del libro de procedimientos judiciales escrito por el juez. Su precio era de 6,50 pesetas en la península, 12 en Canarias y 15 en ultramar. También, a principios de octubre, la sección bibliográfica de la Gaceta del Ministerio Fiscal, fundada por su hermano Florencio, incluyó su reseña. Tal vez, las ventas no fueron las esperadas. Así que, don Carlos dirigió circulares a los jueces, fiscales y secretarios municipales del partido de Bermillo de Sayago, “llamándoles á la capital para asuntos del servicio”. Aunque, en realidad el asunto era particular, ya que tras la presentación de su Práctica Forense Penal en Zamora, les obligó a comprar la obra, por 30 reales el ejemplar, “conminándoles con multas, amenazándoles y ofreciéndoles, si no la compraban, tratarles con gran rigor”. Por ello, se le abrió causa y la sentenció la Audiencia de Valladolid. Fue condenado como autor de coacción, con la circunstancia agravante de abusar de su situación jerárquica y jurisdiccional. Finalmente, recurrió en casación, “negando que el hecho constituyera tal delito, faltando la violencia ó fuerza material” pero, el Tribunal Supremo declaró “no haber lugar al recurso” –consta en la Sentencia de 26 de noviembre de 1895—.

En mayo de 1893, junto al marqués de Iscar, será uno de los fundadores del Círculo de Dos Hermanas. Un mes después sería designado para desempeñar el cargo de juez municipal de aquella localidad sevillana. Pero, para entonces, Carlos Álvarez-Ossorio y Pizarro había sido condenado a la pena de seis años de inhabilitación temporal especial para ejercer la profesión de abogado y dado de baja en el escalafón de jueces de entrada. Además estaba reclamado por los tribunales de justicia vallisoletanos, al parecer, por el delito de tentativa de cohecho. Argumento que esgrimió en las Cortes el diputado conservador Lorenzo Domínguez Pascual, para pedir el 20 de junio de 1893 al ministro de Gracia y Justicia que evitase su toma de posesión. Unos días más tarde, a principios de julio, su nombramiento fue anulado.

Retirado de la carrera judicial, siguió escribiendo hasta sus últimos días. Así, por ejemplo, en enero de 1899 se publicó en la imprenta madrileña de R. Velasco la obra de teatro original de Zalíuge, Mesa revuelta. Poutpourri en verso, escrita expresamente para el actor Juan Antonio de Eguílaz, donde la semblanza del actor, a modo de prólogo, corrió a cargo de Carlos A. Ossorio.

El que fuese juez de primera instancia de la Marbella decimonónica y su partido durante dos años escasos –en dos períodos—, don Carlos Álvarez-Osorio y Pizarro, conoció el siglo XX. Falleció antes de noviembre de 1907, ya que para entonces, su viuda, Ana Murcio y González, ya era pensionista del  Montepío de Oficinas.

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Carlos Álvarez-Ossorio y Pizarro, juez de primera instancia de Marbella y su partido

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Gracia y Justicia marbellense, 1876-1899

Aunque en el siglo XIX los jueces de primera instancia e instrucción de Marbella siguieron utilizando la Sala de Justicia del Ayuntamiento como tribunal, la sede del juzgado estuvo durante algún tiempo en la plazuela de San Bernabé.

Ahora que determinados jueces y tribunales –como el Constitucional— están en entredicho en el mentidero político, reanudo la sesión para seguir con el enjuiciamiento de la Gracia y Justicia marbellense decimonónica. En esta pieza, durante el último cuarto del siglo. Como fundamentos de derecho y pruebas documentales, aportaré las halladas en la Gaceta de Madrid y demás periódicos de la época; amén de los archivos del ciberespacio y el testimonio de mi abuelo.

Recordareis de la pieza anterior que desde finales del verano de 1875 Juan Ricoy y Fraiz era el titular del juzgado de primera instancia de Marbella. Pues bien, en la primavera siguiente, tuvo el juez Ricoy que abordar la difícil tarea de averiguar las circunstancias del asesinato de un joven marbellero, José López Haro. El muchacho fue encontrado «de parte de madrugá» –que diría mi abuelo— con dieciocho puñaladas “y el arma homicida clavada en el pecho”. Las indagaciones decretadas por su señoría dieron frutos a las seis horas de perpetrado el vil asesinato. Sus autores, dos criminales también marbelleros, fueron capturados cuando reposaban tan tranquilos en su casa.

Por entonces, los jueces municipales –elegidos por un bienio— eran quienes sustituían a los de primera instancia e instrucción en determinadas situaciones. Así, por ejemplo, en el verano de 1876, durante la ausencia de Ricoy, el juez municipal Antonio Rosado y Campoy actuó como interino de primera instancia de Marbella. Él dictará la ejecutoria correspondiente a la causa por lesiones contra el joven jornalero José López Pacheco, alias «Cañavera», huido a la sierra. Se le daba quince días para que se presentase “en la cárcel pública” para cumplir la condena de un mes y un día de arresto mayor. Sesenta y seis años después –casualidades de la vida— otro miembro de la familia «Cañavera», el anarquista Miguel Sánchez López, sería uno de «Los últimos de Sierra Blanca» y su condena, la última pena.

La proclamación de la Constitución de 1876 no supuso cambio alguno respecto al nombramiento de los escribanos de actuaciones, por lo que siguieron designándose con carácter interino de acuerdo con un real decreto de julio de 1875. Como en nuestro juzgado solo estaba habilitado el marbellero José Galbeño Ruiz, en agosto de 1876 se nombraron dos nuevos escribanos actuarios: el letrado forastero Antonio Talavera y Sarriá, que no llegará a tomar posesión del cargo, y el abogado malagueño José Gutiérrez Burgos. Este, convertido en marbellense por matrimonio con Matilde Quijada Rosado que, aunque gaditana de nacimiento, era miembro de una rica y poderosa estirpe marbellera. Su abuelo y su tío habían sido alcaldes de la ciudad y ahora lo era su padre, Juan de Quijada y Fourrat –en otro tiempo azote de contrabandistas—. Además, su tío Antonio, juez de primera instancia cesante del partido de Estepona, era el juez municipal antes mencionado.

En la primavera de 1877 fue trasladado Juan Ricoy y no será hasta bien pasada la fiesta del patrono San Bernabé cuando el juzgado de primera instancia marbellí tuviese un nuevo titular, Francisco de Paula Renart y Golivart. También en la primavera de aquel año, el promotor fiscal, Antonio Martín Lara, se incorporó al juzgado de Álora. Aunque, fueron nombrados interinamente, primero, Antonio Espinar y Roa y, luego, Ricardo Fernández Prat, ninguno de los dos promotores llegó a tomar posesión. Finalmente, en noviembre del mismo año lo haría José Rodríguez Galdeano.

Con respecto a la escribanía que quedó sin cubrir –por Talavera—, a mediados de julio de 1877 tomo posesión de ella Ildefonso de la Torre Ruiz. Hasta entonces la había desempeñado interinamente el joven marbellero Antonio Amores Rodríguez, esposo de una sobrina del antiguo escribano Francisco Acosta Granados. Definitivamente, el licenciado Amores fue habilitado para el cargo de actuario en marzo del año siguiente.

Por resolución del Ministerio de Gracia y Justicia, en noviembre de 1877 el barcelonés Renart fue trasladado al juzgado de primera instancia de Belchite –hoy, el pueblo arruinado que más visitas turísticas recibe—. Su vacante la ocupará, a resultas, un juez ya conocido en la ciudad, Carlos Álvarez-Ossorio y Pizarro. Mientras este llegaba a Marbella, será el juez municipal Juan Ruiz Martín, un comerciante cuñado del propietario Francisco Cano Saldaña, quien se haga cargo del juzgado del partido. Treinta años después, será su hijo, Rafael Ruiz Marcelo, quien sirva el mismo destino.

El juez Carlos Álvarez-Ossorio –al que le abro relato separado— se marchará de Marbella para siempre a principios de septiembre de 1879. Su permanencia en el cargo coincidió con un vaivén continuo de los promotores fiscales. Fue trasladado Rodríguez Galdeano; regresó Antonio Martín, quien al mes, fue promovido a Lucena; se incorporó el aspirante al ministerio fiscal Pedro Higueras Sabater, que se marchará a Cazorla al mes y pico, y, por fin, tomará posesión Ricardo López de Vinuesa.

Aunque antes había sido electo Celso Romano Zugarrondo, la vacante dejada por don Carlos será cubierta por Paulino Segura é Hidalgo, al que sustituirá Juan Díez de la Cortina en marzo de 1881. Este no permaneció en el cargo ni tres meses. El día 9 de junio se le concederá la permuta con el juez de Archidona, Francisco Martínez Cantero, coíno por más señas. Se estableció en la Puerta del Mar. De nuevo el juez municipal, en este caso el del bienio anterior, José Torralba Cuesta –cuñado del antiguo escribano y notario Acosta Granados—, será quién actúe en su defecto.

Al año siguiente, en abril, Ricardo López de Vinuesa fue ascendido a la promotoría de Utrera. Su vacante la cubrió el 12 de junio, a petición propia, el promotor fiscal de Torrox, el linarense Miguel de Zavala y Escobar. Se instaló en una habitación de la fonda de Juan Sánchez Orfila, en el número 2 de la calle Estación.

En noviembre de 1882, le tocó al juez Martínez Cantero concluir el expediente, incoado seis años antes por el Gobierno Civil de la provincia, para la expropiación de los terrenos necesarios en la construcción de la carretera de segundo orden de Cádiz a Málaga, en el tramo comprendido entre Marbella y Fuengirola. El expediente tuvo que ser judicializado por la disconformidad de los propietarios más poderosos con el “aprecio hecho por el perito del Estado”. Entre otros, fueron indemnizados: Pero Artola, Jorge Ardois, Carlos Larios, Tomás Heredia, José Fernández-Correa, Francisco Rosado Campoy, Francisco Cano Saldaña y Tomás Domínguez Artola.

Poco después, a final de año, fue promovido Martínez Cantero a juez de ascenso y trasladado al juzgado de Andújar. El promotor Zavala, acogiéndose a una disposición transitoria de la Ley adicional a la Orgánica del Poder Judicial, solicitó la plaza vacante de juez de primera instancia de Marbella. Le fue concedida al iniciarse el año 1883. Para entonces ya estaba en vigor la Ley de Enjuiciamiento Criminal que establecía que los jueces de primera instancia fuesen los jueces instructores en las causas ajustadas al nuevo procedimiento. Para aplicar la nueva ley se crearon las audiencias de lo criminal, entre ellas la de Málaga que integraba los tribunales de los tres distritos de la capital: Alameda, Merced y Santo Domingo; así como los de Coín y Marbella.

En estos años el juez municipal que actuaba en funciones de primera instancia e instrucción durante las ausencias o incompatibilidades del juez Zavala era Ramón García Raya, uno de los apoyos del general José López Domínguez en la ciudad. Vocal de la Junta Provisional de Gobierno en 1868, concejal en 1877 y futuro alcalde.

La última actuación de Zavala en el partido de Marbella fue la requisitoria dictada al escribano Amores el 8 de enero de 1884. Iba dirigida a un joven malagueño procesado por el hurto de un pavo a la señora Elisa Martínez del Campo y Obregón, condesa viuda de San Isidro, en su finca de Fuengirola. El día anterior se había ordenado su traslado y el 14 el nombramiento del nuevo juez de instrucción, Segundo Achútegui y Gelos, que no tomaría posesión de su plaza hasta final de mes. El joven juez rondaba los 30 años y era riojano de Arnedo. Estaba soltero como su antecesor y ocupó la misma habitación de la fonda de Sánchez Orfila.

El 14 de agosto de 1884, un real decreto derogará el ya mencionado de julio de 1875 por el que se regulaba la provisión de las escribanías de actuaciones. Y, reconociendo la importancia de las funciones que en la Administración de Justicia “están llamados á desempeñar los Secretarios de los juzgados de instrucción”, se disponía que “estas plazas se provean siempre por oposición”. Esta norma, de momento, no afectó a Marbella, donde el trío Galbeño, Gutiérrez y Amores se había perpetuado al frente de las escribanías –secretarías— de su juzgado. Así, Antonio Amores permanecería en el cargo hasta su fallecimiento en 1908 en su casa de la calle Álamos. Sin embargo, José Galbeño, vecino de la calle Ancha, seguía en activo ese mismo año. Y José Gutiérrez Burgos, quien se había convertido en el señor de la Huerta Grande, permanecerá en el servicio, al menos, hasta julio de 1906.

Llevaba Achútegui poco más del año como juez instructor de Marbella cuando dictó requisitoria para la busca, captura y conducción á la cárcel del que había sido su alcaide y director desde 1881 hasta 1884, Juan Bautista Bell y Otal. Se le instruía causa por el “delito de infidelidad en la custodia de presos”, tras la fuga de Miguel Segovia Gómez –consta en mi «Crónica carcelaria»—. Después, mes y medio antes de dejar la ciudad, instruyó la causa criminal contra Pedro Navarro por haber matado a «facazos» al amante de su esposa, Antonio Cuadro, el 26 de julio de 1889, en la calle Nueva.

En 1886 el cargo de juez municipal lo desempeñaba un activo y longevo político local, Juan Fernández Belón –otras veces sería alcalde o concejal—. Era yerno del terrateniente Francisco Cano Saldaña y cuñado del alcalde que instaló «La última farola decimonónica»—, Amador Belón Pellizó. Sustituto del juez Achútegui en ausencia de este o cuando la instrucción lo requería. Por ejemplo, instruyó un sumario por el hurto a Juan Figueredo Ruiz de una chaqueta, un pantalón, un chaleco y unos botillos negros.

Fue don Segundo el primer titular del juzgado marbellí y su partido en superar los cinco años de permanencia en el cargo –cinco años, siete meses y diecinueve días duró su servicio—. El 19 de septiembre de 1889 fue promoviendo en el turno segundo al juzgado extremeño del partido de Castuera. Falleció el 1 de diciembre de 1916, “por súbita congestión”, siendo presidente de la Audiencia provincial de Sevilla.

Vicente Enrique Llopis y Miralles solicitó la vacante de Marbella y le fue concedida. Tenía 39 años y estaba soltero. Se instaló en el mismo juzgado, en la noble casa de la plazuela de San Bernabé. Antes de fin de año instruyó una causa criminal contra Francisco Santaella Márquez por el robo de once cajas de pasas. Luego, ya en el verano de 1890, su señoría dictó autos para la búsqueda de Encamada y Señorita. La primera colorada, con una nube en un ojo, corniabierta, herrada con P M, enlazadas en la nalga derecha. La otra de pelo un poco pardo rubio, corniapretada y con el mismo hierro de la anterior pero, confuso. Se trataba de dos vacas sustraídas de una hacienda de Ojén, propiedad de Pedro Morales de las Heras. No sé si aparecieron las reses pero, la fórmula con el nombre de las hierbas aromáticas que le daban aquel exquisito sabor a su afamado aguardiente nunca apareció. Era un secreto que solo él conocía –decía mi abuelo— y que, tan solo dos años más tarde, se llevó a la tumba.

Otro acontecimiento judicial de aquel verano fue el juicio del matador de Antonio Cuadro. A primera hora de la mañana del 9 de julio de 1890, la sección primera de la Audiencia de lo criminal de Málaga quedó constituida en Sala de Justicia de la Casa Consistorial “para evitar perjuicios y molestias a los señores Jurados” que tenían que juzgar a Pedro Navarro pero, ya lo conté en «Amor, fuga y muerte en Marbella».

A principios de febrero de 1891, en San Pedro Alcántara un incendio arrasó el almacén de comestibles que José Romero tenía en la calle de la Gasca –como ya relaté en «La Marbella que ardió»—. El activo e inteligente juez de instrucción, Llopis y Miralles, se trasladó al lugar del siniestro tan pronto como tuvo conocimiento del mismo. Le acompañaron el actuario Antonio Amores, el escribiente Andrés Moyano y el médico Juan Bautista de la Torre. Tras instruir el correspondiente sumario, dispuso el levantamiento de los dos cadáveres y su conducción al cementerio de la Colonia.

A finales de abril de 1893 Vicente Enrique Llopis se marchó para Cocentain (Alicante). Al mismo tiempo, del juzgado extremeño de Fregenal de la Sierra llegaría Manuel Ros y Pérez. Recién llegado se alojó en la sede judicial de la plazuela de San Bernabé, donde vivían, también, el alguacil Juan Ramos y el portero Juan Bousada, su suegro. Don Manuel era viudo y quizá no necesitaba nada más que una tranquila habitación. Se mudó a la casa de pupilos que regentaba Juan Sánchez Orfila, ahora al volver la esquina de la Estación, en el número 1 de la calle Pasaje.

En septiembre de 1893, se produjo en la calle Fortaleza lo que se conoció en toda España como «El crimen de Marbella». El joven abogado Emilio Morilla Pérez apuñaló con saña de una suegra, la respetable señora doña Carolina Penedo de Casado. Instruida la causa por el juez Ros y suprimidas las audiencias de lo criminal –por Real Decreto de 16 de julio de 1892—, en marzo de 1894 se celebró el juicio –por jurado— en la sección primera de la Audiencia de Málaga. Aunque el fiscal pidió la última pena para el matador, su amistad con Baco espantó a la Muerte –y también influirían los avales de su inteligente familia—. El tribunal de derecho le impuso diecisiete años de prisión –como conté en el «Otro paseo por el Hades de la Marbella decimonónica»—.

El 9 de marzo de 1896 tomó posesión como titular del juzgado de Marbella Félix Jiménez de la Plata y Ávila, licenciado en Derecho Civil y Canónico. Llevaba dos años y medio residiendo en la casa solariega de los Domínguez cuando se vio implicado en un “suceso misterioso” –según la prensa malagueña—. Un conflicto con la familia del primer teniente alcalde, Amador Belón, acabará por precipitar su salida de Marbella antes de finales de 1898. Merece la pena desvelar el misterio de lo ocurrido al juez Jiménez de la Plata en pieza separada.

El último juez de instrucción del partido de Marbella del siglo XIX y primero del XX fue José Risueño de la Hera. Permaneció en el cargo casi ocho años, hasta el otoño de 1906 que se trasladó a la vecina Estepona. Solamente referiré una de sus providencias, por la curiosa coincidencia. El día de los Santos Inocentes de aquel mismo año, dictó requisitoria de encarcelamiento del republicano y masón malagueño Ángel de la Rosa y Jiménez de la Plata, exagente ejecutivo de la zona de Marbella.

Así por esta mi sentencia, que se publica en el Blog de «El Viejo Pérez», doy por concluido el enjuiciamiento de la Gracia y Justicia marbellense decimonónica en el día de hoy, a finales del mes de febrero de 2024.

Contra ella podrá interponerse, potestativamente, recurso en el plazo que estimen oportuno los no conforme. Siempre y cuando aporten datos fehacientes en contra.

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Gracia y Justicia marbellense, 1851-1875

Reunión en la antigua Sala de Justicia de la alcaldesa con el consejero andaluz de Justicia (octubre de 2023). Fuente: Portal Web del Ayuntamiento de Marbella.

Ahora que el Consejo General del Poder Judicial lleva caducado más de cinco años y nuestra alcaldesa, Ángeles Muñoz, subraya en la web oficial del Ayuntamiento que “esta va a ser la legislatura del Palacio de Justicia de Marbella”, reanudo el enjuiciamiento de la Gracia y Justicia marbellense decimonónica.

Como quedó demostrado en la pieza anterior, a finales de agosto de 1851 tomó posesión Francisco Javier Borrallo como titular del juzgado de primera instancia de Marbella y su partido. Unos días después, el 5 de septiembre, también se cubrió la plaza de promotor fiscal, vacante desde la muerte de Jacobo García Belmonte. La ocupó un licenciado por la Universidad Literaria de Sevilla, Manuel Monti Caballero, marbellero de nacimiento. Fue bautizado en la Encarnación con el nombre de Manuel Gregorio Nemesio. Era uno de los seis hijos de María del Reposo Caballero y José Monti, ingeniero de la Marina –de “cabal inteligencia” y “regular salud”—, director de las obras del muelle de piedra que se intentó construir en la rada de la ciudad. Por cierto, murió sin haber cobrado del Ayuntamiento los salarios devengados por su trabajo.

Manuel Monti dejará Marbella para trasladarse al municipio extremeño de Garrovillas de Alconétar en agosto de 1855. De nuevo en agosto pero, once años después, tras haber sido registrador de la propiedad en Arcos de la Frontera y promotor electo de Vera, el licenciado Monti fue promovido al juzgado de Aracena. Por la providencia del juez de paz de Huelva sabemos que, justamente en agosto de 1867, falleció intestado en el pueblo donde unos años antes se había descubierto la Gruta de las Maravillas.

Como he referido, hasta agosto de 1855 coincidieron el juez Borrallo y el fiscal Monti en el juzgado de Marbella. Y es un hecho loable que en aquel agosto colérico diese su señoría “tres mil reales de su bolsillo para socorrer a las familias pobres”, de lo que se enteraron hasta en Tarragona –y como documento fehaciente aporto El Postillón—. Precisamente, será el abogado Manuel Bosch y Tarragona quien desempeñe el cargo de promotor fiscal entre el 23 de agosto y el 4 de diciembre. Después, en abril de 1856, se incorporará Justo de la Torre que estará en Marbella hasta el 20 de agosto de 1858, fecha en la que fue trasladado al juzgado de Alberique (Valencia). En su lugar, servirá la promotoría marbellí Antonio María de Lara.

En abril de 1860, tanto el juez Borrallo como el promotor fiscal De Lara, el juez de paz y los subalternos judiciales marbelleses dirigieron a Su Majestad un escrito reprobando la sublevación carlista “tan rápidamente sofocada”. Seis meses más tarde tuvieron el privilegio tanto su señoría Borrallo como Manuel Jiménez de los Ríos, juez de primera instancia de Estepona, de asistir como autoridades al nacimiento de un nuevo pueblo en el término municipal de Marbella, bautizado por el vicario de la ciudad “con el nombre de San Pedro Alcántara”.

Uno de los últimos expedientes judiciales instruidos por Borrallo, no pasó de diligencias previas pero, le condujo a un conflicto de competencias –no buscado— con el gobernador civil de Málaga. El caso fue que, acusado de oficio el teniente alcalde de Banahavís, Juan de Flores, por cobrar equivocadamente en lugar de uno, dos trimestres de contribución a un vecino, el juez incoó diligencias. Oídas las partes y testigos, su señoría, siguiendo el dictamen de Antonio María de Lara, dictó auto de sobreseimiento. Pero, la Audiencia granadina mandó revocar el mismo, de acuerdo con el parecer de su fiscal. Por lo cual, don Francisco Javier se vio obligado a pedir la preceptiva autorización para procesar al funcionario. El gobernador civil la denegó. Tras diferentes recursos por parte de la Audiencia a finales de 1860 la reina confirmó la negativa del gobernador y la judicatura marbellí descansó.

En la última semana de junio de 1861, El Pensamiento español publicaba las resoluciones de la reina correspondientes al Ministerio de Gracia y Justicia, entre ellas la que promovía al juez Borrallo al juzgado de Vera, «de ascenso» en la provincia de Almería. También la del nombramiento para el de Marbella de Pedro Gozalvez Almohalla, que finalmente se incorporó al de Estepona. Definitivamente la plaza de Marbella la cubrió Francisco Martín Suárez, promotor fiscal en el juzgado del distrito de Santo Domingo de Málaga, donde fue trasladado, por ascenso, Antonio María de Lara. Mientras que la vacante dejada por este será cubierta por Antonio Rosado Campoy, cesante de igual cargo en Gaucín y miembro de familia marbellera principal.

Con la llegada de la primavera de 1863, tuvo el juez Martín Suárez que constituir el juzgado en el cerro de Sandoval, en el distrito de Torre Ladrones. Allí apareció el domingo 22 de marzo el cadáver de un hombre, tendido junto a un puesto de perdices. Tenía un tiro en la mejilla izquierda. No tenía sangre en la ropa y su sombrero estaba al otro lado del puesto, hacia la parte de poniente. Tras las primeras pesquisas, todo apuntaba a que se trataba de un suicidio o una muerte casual. Pero, la inteligencia de su señoría determinó que no había sido ni una cosa ni otra; es más, que tampoco había sido muerto en aquel lugar. Tras tres días de minuciosas investigaciones, Martín Suárez, descubrió que el difunto era José García, conocido por «el Morenito» en Málaga, de donde era natural, y que había sido asesinado por un militar retirado al que apresaron y pusieron a disposición de los tribunales de la capital.

Aquel otoño, cambiaría Marbella tanto de juez de primera instancia como de promotor fiscal. El juez, Antonio de Anguita y Álvarez, llegó trasladado del municipio granadino de Huéscar y el promotor, José Martín Lara, de Málaga, donde había sido tesorero de la Junta de Gobierno provincial. Ambos, permanecerían en la ciudad hasta la segunda semana de febrero de 1868. Entonces, los jueces de Marbella y Colmenar se intercambiaron destinos. Anguita se trasladó a la Axarquía y de allí vino Jerónimo Cortés y Cortés, quien con la llegada de «La Gloriosa» cesó en el cargo. En concreto, por resolución de 25 de octubre del Ministerio de Gracia y Justicia que, al mismo tiempo, nombró para el juzgado de Marbella al antiguo secretario de la Diputación provincial de Málaga, Pascual Paniagua –publicó la Gaceta de Madrid—.

Sin embargo, a principios de noviembre, varios periódicos de la «La prensa decimonónica» entre los que destacaba uno ligado íntimamente a Marbella, El Imparcial, ya habían difundido una pintoresca noticia sobre el nombramiento del nuevo juez de este partido. Muchos años después, el suelto en cuestión será interpretado por eruditos literatos, o bien alegando realidad o bien irrealidad –lo conté en «La Marbella de don Narciso»—. En mi opinión, resultó una gracia de poca justicia sobre –y con— las juntas revolucionarias de «la Septembrina». Una historia –más bien leyenda— a la que el influyente periódico liberal recurrió de nuevo en junio de 1873, cuando las reivindicaciones de los republicanos federales estaban en su punto más álgido. La editorial pretendía mostrar a toda España los demonios del Estado federal, a los que temían más que a una «spanua» –que diría mi abuelo—. Como hoy, aquel temor a la rotura de España, sobre todo, después de que El Estado Catalán hubiese pedido “que las Cortes salgan, inmediatamente de Madrid”, era visceral.

Realmente, don Pascual, duró poco en el juzgado de Marbella. En noviembre fue trasladado al de Ibiza. En su lugar vino Luis de Fuentes y Cuéllar, que servía el de la vecina Estepona, donde fue destinado como juez el promotor fiscal cesante Antonio Rosado Campoy, cuya influyente familia, aunque no rosado pero sí moscatel, producía un afamado vino con la desaparecida uva marbellí.

En 1869, la nueva Constitución reducía la discrecionalidad gubernativa para el nombramiento de jueces y magistrados. Ahora, el acceso a la carrera judicial sería por oposición. Y en septiembre del año siguiente, se promulgará la Ley Provisional sobre organización del Poder Judicial que estará vigente, con algunas modificaciones,  hasta 1985.

Fue el juez Luis de la Fuente quien decretó el encarcelamiento de los dirigentes del Comité Republicano Federal de Marbella, en pleno agosto de 1872. Entre otras cosas, por ser los promotores de una manifestación que, aunque pacífica, terminó con gritos de: ¡Viva la República Federal! Justamente un mes  después de la llegada de la República, le fue concedido el traslado a Cáceres. En su lugar, se nombró para el juzgado de Marbella a Carlos Álvarez-Ossorio y Pizarro. Un personaje que por sí solo merece una pieza separada –su instrucción, próximamente, en «Carlos Álvarez-Ossorio y Pizarro, juez de primera instancia de Marbella y su partido»—.

En la presente sumaria solo haré constar que, tras su arriesgada intervención y la apertura de causa por sedición a los revolucionarios ojenetos, el juez Álvarez-Osorio dejó Marbella –no para siempre— unos días después de la feria de San Bernabé de 1873 con destino al juzgado del partido asturiano de Belmonte.

Al Gobierno de la República le costó cubrir la vacante dejada en Marbella por Álvarez-Ossorio. Aunque, sin dilación dictó resolución el 26 de junio trasladado al juez Timoteo Fernández de la Auja y Argudín a Marbella, no se incorporó. En julio, otra resolución nombraba electo para Marbella al juez de Vélez Rubio, Francisco de Paula Ballesteros, quien por entonces estaba en la capital de la República. No obstante, se desconocía donde habitaba. Por lo que, en los primeros días del mes de agosto, a través de La Correspondencia de España, se intentó, sin éxito, dar con su paradero. Mientras tanto era habido don Francisco de Paula, se nombró interinamente a Lorenzo Morito Sánchez. No sería hasta el 7 de marzo de 1874 cuando Ballesteros renuncie a su destino y se nombre a Manuel Florez de Sierra. Este joven abogado natural de Trigueros (Huelva), de 36 años de edad, llegaría a Marbella diez días después de ser nombrado. Se alojó en la «Fonda de Gaytán», entonces en el número 2 de la calle de la Caridad. Y, al inicio de la primavera, se enfrentó a su primera causa criminan. Por cierto, instruida contra el hijo del posadero de la otra fonda de la ciudad, la que hacía esquina en la plaza del pueblo.

En 1875 cambiaríamos dos veces de juez y una de escribano. El 3 de mayo al juez Florez lo sustituirá César Hermosa y Muñoz, un caballero de primera clase de la Orden del Mérito Militar que venía de Castro-Urdiales. Solo estaría cuatro meses en la ciudad. El 6 de septiembre fue trasladado al juzgado de Ramales y el de aquel pueblo cántabro, Juan Ricoy y Fraiz, a Marbella. En cuanto al escribano, el 14 de diciembre, será nombrado José Galbeño Ruiz, en sustitución de Francisco Acosta Granados. Sin embargo, el portero del juzgado, Ramón Quesada Jaén, natural de Úbeda, llevaba diez años viviendo en la plazuela de San Bernabé, donde se situaba la sede del juzgado.

Como crece en demasía el número de folios del presente sumario, suspendo las actuaciones y, sin llegar a instruir pieza separada de nuestra Gracia y Justicia durante el último cuarto del siglo, por la presente cito, llamo y emplazo a mis lectores para otro día.

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Gracia y Justicia en la primera mitad de la Marbella decimonónica

Sede judicial de la avenida del Mayorazgo de Marbella, diciembre de 2023.
Fuente: Colección particular del autor.

Después de tantos años de precariedad y convivencia con cucarachas y roedores en los juzgados de Marbella –de las que nos hizo participes el juez don Miguel del Castillo—. Ahora que el término «lawfare» ha soliviantado a la judicatura española, a este escribano se le ocurre hacer constar en autos mediante las oportunas diligencias y necesarias providencias lo que, a su juicio, fue la Gracia y Justicia marbellense decimonónica. He aquí mi sentencia:

Considerando que en España los juzgados de primera instancia fueron creados por «la Pepa». Y que los de la nueva provincia de Málaga, integrados en la Audiencia Territorial de Granada, no se instauran hasta una vez restablecida la vigencia de la Constitución de 1812. Resulta que el de Marbella sería uno de aquellos primigenios juzgados, cuyo primer titular nombrado por el rey no tomaría posesión hasta la primavera de 1821.

Así que, en aquellos momentos iniciales, varios fueron los jueces de primera instancia de Marbella que desempeñaron el cargo interinamente, a saber: Antonio García de la Puente, que lo haría ya en 1813 –de lo que da fe el exalcalde Bernal en su Marbella, entre la Guerra y el Liberalismo—; Marcos Cachapero, que había sido juez de Ávila y fue nombrado corregidor de nuestra ciudad en 1815 –como medio probatorio, la Gaceta de Madrid—; tras la muerte de este, ocurrida a finales de 1819 –según prueba testifical del abogado y cronista Alcalá—, en mayo de 1820 fue nombrado el bachiller en Leyes y Cánones en la Real Chancillería de Granada José María Escobar Giménez, marbellero y liberal como su padre, y, por último, Juan Antonio Pando, nombrado en agosto del mismo año –certifica Luis Hernanz—.

Las Actas Capitulares son testigo de sus reclamaciones del pago de salarios, así como de las peticiones de mejoras en las infraestructuras de los tribunales –como en la actualidad—, “por lo indecente del sitio destinado a este fin”.

Como digo, no será hasta el 2 de mayo de 1821 cuando «el rey Felón», «el Deseado», nombre, a consulta del Consejo de Estado, al antiguo alcalde mayor de Coín, Juan Florencio de Guzmán, juez de primera instancia del partido de Marbella.

Don Juan Florencio había nacido en 1759 en Huelma, un pueblo de la zona meridional de Sierra Mágina donde, años más tarde, la guerrilla contra las tropas napoleónicas sería preeminente. Con tan solo 24 años se había licenciado en Leyes en la Universidad de Granada. Después, había ejercido como abogado de la Chancillería de la ciudad de la Alhambra, así como de los Reales Concejos –prueba el libro Corregidores y Alcaldes Mayores de Almería (1701-1834)—. Nombrado por la Junta Central en abril de 1809 corregidor de las cuatro villas de la Hoya de Málaga, fue suspendido en septiembre de 1812. Tras superar un proceso penal por abuso de poder, infidencia y malversación de caudales públicos durante el período de la invasión galacha, fue repuesto en su cargo en enero de 1815 –su prueba en la Isla de Arriarán—.

No obstante, el “controvertido Juan Feliciano Guzmán” se convirtió en titular del juzgado de primera instancia de Marbella al ser considerado por la Audiencia granadina apto para el desempeño del cargo por reunir “las cualidades de ciencia, desinterés y buena conducta” y ser “adicto al régimen constitucional” –como justificación, Los Jueces Del Trienio Liberal—. Doce días después de su nombramiento el juez Guzmán, mediante oficio, comunica al Consistorio su toma de posesión, “asegurando los deseos que le asisten de desempeñar con el mayor esmero la confianza merecida a S. M. y servir a todo este vecindario”. Permanecería en su cargo hasta la llegada de los realistas a Marbella el 24 de julio de 1823 ya que, en la Década Ominosa, un real decreto “mandaba el cese inmediato de los jueces de primera instancia del período constitucional”. Aunque, no por mucho tiempo, ejerció de corregidor de Marbella –de nuevo recurro a Luis Hernanz—. Años más tarde, en 1833, sería el alcalde mayor de Jimena de la Frontera –según razón del Kalendario manual y guía de forasteros en Madrid—.

El funcionario judicial encargado de defender la observancia de las leyes, de acusar a los posibles culpables y sostener los derechos e intereses públicos era –y es— el fiscal o promotor fiscal. Por cierto, a modo de pieza separada, aquí me referiré a la prestigiosa miniserie en forma de docudrama emitida por TVE, ya hace ya casi diez años. En ella, el actor Alec Baldwin –el del incidente mortal en el plató de Rust— interpretaba magistralmente a Robert H. Jackson, prestigioso abogado norteamericano y promotor federal fiscal durante el juicio principal contra los dirigentes nazis. Aquellos que fueron retransmitidos a través de las ondas de Radio Free Munich por Joe J. Heydecker, «autor de ochenta escenas marbelleras de 1959».

Pues bien, volviendo al sumario que nos ocupa, promotores fiscales en los primitivos juzgado de primera instancia de nuestro partido fueron José Martín Ximénez, regidor del Ayuntamiento, y, tras su cese como juez interino, don José María Escobar, azote principal de los conservadores locales durante el primer cuarto del siglo XIX, fallecido en marzo de 1856 –al que me referí en «Marbella en los tiempos del cólera»—.

El abogado defensor del Patrimonio Histórico de la ciudad, don Fernando Alcalá, dio probanza en su Marbella de Ayer de que al juez Guzmán lo sustituyó Nicolás Navarro Landete, en 1824. Y es que, por entonces, el único letrado hijo de Marbella, el antes mencionado Escobar, resultaba no idóneo –al igual que el actual fiscal general del Estado lo ha resultado para el Consejo General del Poder Judicial—, pues había “dado pruebas manifiestas de adhesión al sistema constitucional” y había “sido comandante de la Milicia Nacional”. Sin embargo, don Nicolás Navarro Landete, Obando, Fernández de Monzón, abogado de los del Iltre. Colegio de la Real Chancillería de Granada, a la postre, sería miembro de la «Junta nombrada por los electores del Pueblo y Milicia Urbana de Zaragoza» que acordó cerrar todos los conventos de la ciudad el 10 de agosto de 1835 –la proclama como indicio probatorio navega por el ciberespacio, entre otros, en el libro titulado Zaragoza en revolución—.

El 4 de junio de 1824, poco después de cesar el juez Navarro, fue nombrado el corregidor Andrés Gabriel Cánovas –como justificación, el Diario Balear—. Acusado por sus enemigos, entre otras cosas, de ser amigo de “reputados masones” y de haber estado “amancebado, de cuya resulta ha perdido el juicio su mujer” –de nuevo recurro al letrado Alcalá—. Posteriormente demostró la falsedad de las acusaciones más graves y quedó libre bajo fianza pero, no volvió a desempeñar el cargo.

Juan Cansino y Bejines fue nombrado alcalde mayor de Marbella el 26 de septiembre de 1831 y permanecería en la ciudad hasta agosto de 1833 en que fue nombrado corregidor de Vélez-Málaga. En 1842 era uno de los magistrados de la sala segunda de la Audiencia Territorial de Granada.

Consta que ya en la Regencia de María Cristina, el 13 de noviembre de 1835 fue nombrado juez de Marbella Josef María López Díaz, quien tras la proclamación de la nueva Constitución –la de 1837— continuaba en el cargo y, junto a él, el promotor fiscal Jacobo García Belmonte. Este, como interino, permanecería en el cargo hasta 1851, año en que falleció –como prueba El Faro nacional—.

En enero de 1838 la reina gobernadora nombró titular del juzgado de primera instancia de Marbella y su partido al auditor honorario de Guerra Antonio Enciso y Aguirre, que hasta entonces había sido juez de Momblanch –según prueba el Eco del Comercio—.

Es un hecho probado que tras el triunfo del pronunciamiento de Espartero en Marbella, la consolidación del liberalismo en la ciudad es posible gracias a la ayuda de la Milicia Nacional que apoyará a los progresistas frente a los moderados en la formación del gobierno local –como argumenta el profesor Rodríguez Feijóo—. A resultas de lo cual, el juez Enciso y Aguirre, moderado, fue cesado “por no querer secundar el movimiento nacional de septiembre” –consta en el Archivo Histórico de la ciudad—. Algo más de tres años estuvo cesante el juez Enciso, hasta que, por resoluciones de 22 de diciembre de 1843,  tuvo á bien Su Majestad nombrarlo para el juzgado de Pamplona. En su lugar la Junta Superior Gubernativa de Málaga nombró el día 12 de septiembre de 1840 a otro Cánovas, el letrado progresista Máximo Cánovas. Después, ya en 1841, la Regencia lo nombraría en propiedad En febrero  –como probatorias, El Correo Nacional y la Gaceta de Madrid—.

Otro hecho probado es que el marbellero Antonio Hormigo Cáceres –exiliado en Londres durante la Década Ominosa—, organizador y capitán de la compañía de Artillería, fue uno de los oficiales más destacados de la Milicia Nacional marbellí. Un “benemérito patriota” –aseguraba El Clamor Público— que, por sus servicios “más eminentes y desinteresados a la causa de la libertad”, laJunta Gubernativa malagueña lo nombró ayudante de Marina del distrito de Marbella. Sin embargo, a principios del nuevo año –el 2 de enero de 1841—, se vería obligado a demostrar tanto su conducta moral como política ante el juzgado de primera instancia del partido. Hormigo, protagonizará la primera noticia –conocida hasta la fecha— sobre el republicanismo en Marbella. Fue “atropellado y encausado del modo más violento en consecuencia de las últimas elecciones” –publicó El Eco del Comercio—. El juez Cánovas le abrió causa “sobre  conspiración en favor del sistema republicano”, tras las acusaciones presentadas por varios concejales y significados progresistas marbellenses entre los que destacaba Antonio Álvarez Toro. Por cierto, este último, paradójicamente, con los años se convertirá en uno de los más carismáticos líderes del republicanismo federal marbellero –lo pueden comprobar en mi trilogía, «¡Viva la República Federal!»—.

Sin duda, los informes propicios emitidos por el Ayuntamiento influyeron en la sentencia favorable de don Máximo, que había sido miembro de la Junta Gubernativa local desde su constitución. Su señoría dictó sentencia el 9 de agosto de 1842. En ella, absolvía a Hormigo del cargo de “conspirador republicano” y, al mismo tiempo, condenaba a una parte de sus denunciantes a distintas penas de prisión en la inadecuada cárcel de Marbella –recordad mi «Crónica carcelaria»—, así como al pago de las costas. Los demás delatores fueron apercibidos muy seriamente “para que en lo sucesivo sean más circunspectos y detenidos, no produciendo delaciones sin estar ciertos y convencido de la verdad y justicia del motivo que las impulse, pues de lo contrario serán tratados con todo el rigor de la ley”.

Como quiera que la entrada en vigor de la Ley de 19 de agosto de 1841 ordenó la desamortización de todos los bienes de las capellanías, las reclamaciones de particulares se acumularon por aquel entonces. Durante la estancia de su señoría Cánovas en el juzgado de Marbella, al menos, seis expedientes instando la declaración de propiedad y libertad de bienes fueron instruidos. Cuatro de ellos promovidos en la escribanía de José Montoro y Valverde, por mijeños y esteponeros sobre bienes de capellanías colativas. Los restantes, uno en la escribanía de Baltasar María Aguado, a instancia del marbellero Miguel de Torres, que reclamó la propiedad del patronato fundado por Catalina de Espinosa. Y, el otro, solicitado por el futuro “alcalde popular” de Marbella, Pedro Artola y Villalobos, pendió en la escribanía de Francisco Acosta y Granados. Don Pedro demandaba la propiedad de los bienes de la capellanía colativa fundada por su tocayo Pedro Espinosa Piña, en 4 de febrero de 1686.

El 22 de septiembre de 1843, el gobierno provisional, en nombre de Isabel II, nombra al juez Máximo Cánovas titular de uno de los juzgados de primera instancia de Málaga, donde también sería vocal de la Junta Auxiliar de Gobierno. Al mismo tiempo fue nombrado para cubrir la vacante de Marbella el juez Manuel de la Fuente –y El Católico lo recoge—. En mayo de 1844, poco antes de trasladarse al juzgado de Iznalloz (Granada), por su mandado, el escribano Baltasar María Aguado instruyó otro expediente de reclamación de propiedad. Esta vez se trataba de la capellanía y su agregada fundada por el presbítero beneficiado de la iglesia parroquial de Marbella, Antonio de Abalos, cuya adjudicación solicitó el panocho Antonio Troyano.

Al inicio de 1845 el titular del juzgado de nuestro partido era Francisco Assiego y Linares, abogado de la Chancillería de Granada y natural de Campillos, donde había sido regidor tercero. Una de las primeras diligencias mandadas instruir por su señoría irían encaminada a descubrir la naturaleza de Francisco Ramón González. A saber: al alba del 17 de enero de 1845, mientras aquel marengo faenaba en la mar bella, se encontró indispuesto por sus padecimientos. El armador de la barca de jábega donde pescaba “el González”, Francisco Manuel López, fue testigo de su fallecimiento ocurrido en el traslado desde la playa de Río Real al pueblo. Aunque antiguo vecino y pescador de Marbella, se desconocía, y no se pudo averiguar, donde había nacido aquel marbellí.

A resultas de la permuta autorizada el 31 de marzo de 1848 entre el juez de Marbella, Francisco Assiego, y el electo de Monóvar (Alicante), el nuevo titular de nuestro juzgado será José Antonio Cires y Rodríguez. Este, había servido juzgados «de entrada» desde febrero de 1834 en que fue nombrado para la alcaldía mayor de Gaucín. Después de suprimido aquel cargo desempeñó el juzgado de primera instancia del mismo partido y, posteriormente, los de Piedrabuena y Sanlúcar la Mayor.

En tiempos de Carlos III se clasificaron los corregimientos en tres categorías: «de entrada, ascenso y término». Estas mismas, luego las heredaron los juzgados de primera instancia y siguieron vigente durante la Constitución moderada –la de 1845—. El caso es que el de Marbella estaba clasificado como «de entrada». De hecho, no sería hasta abril de 1920 cuando el Ayuntamiento plantee, por primera vez, el cambio “de la categoría de Entrada a la de Ascenso” –de nuevo, las Actas Capitulares—. Por este motivo los jueces titulares de Marbella no permanecerían durante mucho tiempo en su cargo. Así, por ejemplo, el 21 de agosto de 1851, Su Majestad tuvo a bien ascender al juez Cires y dictó resolución promoviéndolo al juzgado de Fuente de Cantos, «de ascenso» en la provincia de Badajoz. A resultas, fue trasladado al juzgado de Marbella Francisco Javier Borrallo, juez de Villacarrillo –según La Época, “accediendo a sus deseos”—. Llegado el meridiano decimonónico permitan que suspenda la vista para reanudarla en otro momento. Entonces expondré lo sucedido en los asuntos que nos ocupan en esta escribanía, respecto a la Gracia y Justicia en la segunda mitad de la Marbella decimonónica.

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La cacería regia que nunca se produjo en Juaná

Cabeza de un macho cabrío cazado en Sierra Blanca en 1914.
Fuente: imagen extraída de Andalucía Ganadera y Agrícola, febrero de 1927, p. 7.

Gracias a la entrada del doctor Francisco Javier Moreno en el grupo Facebook «Historia de Marbella», «El descubrimiento de Sierra Blanca como coto de caza de la cabra montesa», sabemos que el aristócrata Pablo Larios Sánchez de Piña visitó nuestra ciudad en el verano de 1888; que se hospedó en la casa de un amigo, arrendatario de la Sierra Blanca de Ojén, y que, gracias a su amigo, aquel llanito y cinegético Larios descubrió la existencia de la cabra salvaje de largos y gruesos cuernos en los montes ojenetos.

Aunque Frederick George Aflalo no desvela en su libro, Sport in Europe, el nombre del arrendatario de aquella sierra, me atrevo a situar la casa donde se alojó Pablo Larios, ahora más que nunca alojamiento de 4 estrellas, en la calle Ancha. Ya escribí sobre ella y sus dueños en «Minas, negocios y Ardois: conjeturas y certezas sobre una casona».

Larios y Ardois eran viejos conocidos y colaboradores en la Málaga comercial del último tercio del siglo XIX. Solo un par de ejemplos, al margen de la actividad política, donde también coincidieron: Jorge R. Ardois, Jorge Loring y Manuel Domingo Larios, II marqués de Larios, representantes del Banco de Málaga, se opusieron por escrito al nombramiento del Banco de España como “Nacional y único de emisión en toda península é islas”, en abril de 1874. Y, el mismo Jorge Ardois y Carlos Larios y Martínez de Tejada, I marqués de Guadiaro, fueron los vocales de la Junta del Puerto que gestionaron ante el presidente del Consejo de Ministros la ampliación y mejora del puerto de Málaga, en marzo de 1879.

También tuvieron en común ser blanco de las protestas incendiarias en tiempos de las revoluciones decimonónicas –a las que me referí en la tercera entrega de «¡Viva la República Federal!»—, ya que tanto las fincas y dehesas, incluida la solana de El Cerezal, que poseía Cayetano R. Ardois en la Sierra Blanca de Ojén como la gran fábrica textil malagueña de los Larios, fueron pastos de las llamas.

Entre 1887 y 1900 los Larios, a través de la Sociedad Industrial y Agrícola de Guadiaro, constituida al 50% por ambas ranas, la malagueña y la gibraltareña, eran propietarios de catorce finas en los términos municipales de Marbella y Ojén –según leí al que fuera cronista oficial de Jimena de la Frontera, José Regueira Ramos—. Una de ellas era la del olivar de Juaná –que así lo llamaba mi abuelo, amén de algunos mapas y documentos de la época—, donde Pablo Larios estableció su “cuartel general” para la caza de cabras montesas. Sería José Aurelio Larios y Larios, III marqués de Larios, II marqués del Guadiaro y “uno de los últimos próceres con garbo que tuvo España” –según leí en el tomo 2 del Nuevo viaje de España de Víctor de la Serna—, quien mandara construir un refugio o pabellón de caza en ella.

Los trabajos de carpintería y ebanistería, incluido el mobiliario, que se realizaron en aquel noble refugio, fueron obra del malagueño Antonio Bravo, maestro artesano de la madera y asiduo colaborador del arquitecto Fernando Guerrero Strachan. Años más tarde, su autor los presentaba en La Ilustración Universal como uno de sus importantes y artísticos méritos.

Una vez acabado –dicen que en 1906—, aquel rústico palacete de los Larios fue conocido popularmente como la «Casa del Rey» ya que por tradición oral en Ojén siempre se supo que allí “invitaron a cazar al Rey Alfonso XIII en una ocasión”. Aunque, actualmente, algunas páginas web’s, públicas y privadas, dan por cierto que aquel rey, “gran aficionado a la cinegética, fue invitado de los Larios en el que se consideró como acto oficial de apertura del refugio” y que “sus instalaciones fueron visitadas por el rey Alfonso XIII”. Hechos que, desde luego, no se sostienen documentalmente por mucho que el escritor, y pretendido inventor del gentilicio «marbellí», Víctor de la Serna, en su libro ya mencionado, afirmase que el marqués de Larios lo “edificó para don Alfonso XIII”.

Se puede comprobar en cualquier periódico nacional de la época que, aquel rey, aún adolescente, había visitado la muy hospitalaria ciudad de Málaga en abril de 1904, siendo presidente del Consejo de Ministros Antonio Maura. La ciudad estaba, entonces, en el “periodo culminante de un sistema fundado en la oligarquía y el caciquismo, a cuya cabeza con insultante prepotencia aparece la todopoderosa Casa Larios” –leí a Ramón A. Urbano—. Pero, todavía no se había construido el refugio de caza en El Juanar. Después, tras la catástrofe producida por la riada ocurrida en Málaga en septiembre de 1907, “el valeroso monarca” –decía la prensa— llegó a la ciudad, de buena mañana, el 17 de octubre. Se dispuso un coche “landó de la casa Larios” para que el monarca visitara los barrios inundados. Don Alfonso quedó impresionado, donó 8.000 pesetas y después de comer en el Gobierno Civil –un almuerzo de doce platos—, una falúa del Club de Regata lo trasladó al «Cataluña», que zarpó, con el rey a bordo, a las nueve de la noche rumbo a Barcelona. Desde luego, el coche de los Larios no tuvo tiempo para acercarlo al palacete del Juanar.

En 1913, solo tres eran los sitios acotados donde existían ejemplares de la Capra hispánica: la finca de los señores Larios en Sierra Blanca, otra llamada El Risquillo, propiedad del Marqués del Mérito, en las proximidades de Fuencaliente, y otros terrenos de distintos propietarios situados en la Sierra de Gredos y cedidos a Su Majestad el Rey –aseguraba la revista Caza y pesca—.

A principios de 1917 los periódicos de la época anunciaron que se preparaba “una cacería regia en la «Sierra de Ardoiz»”, que los periodistas situaban en nuestro término municipal. Este último detalle es un tipo de error sin importancia que los medios de comunicación cometen a menudo, intencionadamente o no –recuerden que “el hotel de Marbella que enamoró a Michelle Obama” fue el Villa Padierna de Benahavís—.

Por entonces, supongo que en una de las frecuentes transferencias de propiedades entre las distintas sociedades y miembros de la familia Larios, la Sierra de Ardois había sido “adjudicada en propiedad” al conde del Rincón –afirmaba El Regional—. Tal conde –consorte, por matrimonio con María Mitjans y Manzanedo, I condesa del Rincón— no era otro que Carlos Larios y Sánchez de Piña, hermano menor del «descubridor» de la imponente cabra montés en la Sierra Blanca de Ojén, veintinueve años antes.

Carlos Larios, como sus hermanos y como el Rey, era muy aficionado a la caza y, sobre todo, a las cacerías sensacionales. En su haber figuraba la gran hazaña cinegética de haber participado junto al conde de Montijo, al marqués de Scala y al gentilhombre de Cámara del Rey, Mariano Fernández de Henestrosa y Ortiz de Mioño, I duque de Santo Maura, en la primera cacería a lanza de jabalíes de España, celebrada en 1902 en La Almoraima. Además, era desde 1912 mayordomo de semana del rey Alfonso XIII. Por otro lado, sus posesiones contaban con el aliciente añadido de que entre las doscientas cabras montesas que existían en el paraje, había ejemplares superiores a los que el monarca acostumbraba a matar en la Sierra de Gredos. Carlos parecía, pues, el miembro más adecuado de la estirpe de los Larios, incluida las dos ramas, para organizar una casería regia y poder encajarla en la apretada agenda cinegética del monarca.

Aprovechando que «el Africano» visitaría las ciudades andaluzas de Sevilla y Cádiz al inicio de la primavera de aquel año, Carlos Larios, cursó la invitación para una cacería de cabras montesas, por las que el soberano sentía predilección, en su ojeneta sierra. El rey, que por aquellos días se disponía a cazar, como cada año, en el coto de Doñana, aceptó la invitación del conde consorte del Rincón y este la hizo extensiva a otros aristocráticos cinegéticos como su ya antiguo compañero de batidas por los Alcornocales gaditanos, el duque de Santo Mauro.

En el programa de la visita regia a la ciudad de la Giralda y a la Tacita de Plata se acordó “un paréntesis” en la estancia regia durante el cual se llevaría a cabo la excursión cinegética a la sierra de los Larios. Don Alfonso viajaría de Sevilla a Málaga en tren especial y después de permanecer varias horas allí seguiría viaje en automóvil para la sierra. El auto iría hasta Ojén por la carretera de la costa, atravesando Torremolinos, Fuengirola y Marbella. En el paraje de la cacería se montarían varias tiendas de campaña. Y, al finalizar la jornada cinegética, el rey iría en automóvil a Algeciras, de allí a San Fernando y, por último, regresaría a Sevilla. Sobre el papel, el paréntesis real diseñado contemplaba una jornada agotadora que, sin embargo, no consideraba la pernoctación en la esplendida «Casa del Rey».

Finalmente, tras los idus de marzo, don Alfonso y doña Victoria Eugenia partieron a las diez de la noche en tren especial de Madrid a Sevilla. Les acompañaban, entre otras personalidades, la duquesa de San Carlos, el conde de Grove, el marqués de Torrecillas y su cuñado, el ya mencionado duque de Santo Mauro. El día 17 de marzo de 1917, a las dos y cuarenta y siete minutos entró el tren especial de sus majestades en la estación sevillana de la plaza de Armas. Durante la estancia en la ciudad, el rey, la reina y su sequito se alojarían en los reales alcázares. El día 20 marchó el rey a San Fernando, donde pasaría la noche en la casa del duque de Santo Mauro. Al día siguiente, tras visitar Cádiz, volvió a Sevilla. Después, la noche del 21, la única excursión del monarca que registra la prensa –en concreto La Última Hora—, la realizó a la Venta de Eritaña, allí permaneció hasta la una de la madrugada, me figuro que disfrutando del cante jondo, que también le gustaba a su graciosa majestad.

En la Sierra de Ardois todo estaba preparado para recibir al rey pero, el 22 de marzo de 1917, por la noche, el tren especial volvió a Madrid sin que el cazador regio hubiese realizado la excursión cinegética a la que los Larios le habían invitado.

Después, en la década de los años veinte, aquello de la venida del rey a cazar al paraje del Juanar llegó a convertirse en algo parecido al cuento de Pedro y el lobo. Dos veces más se llegó a oír entre los pliegues de la Sierra Blanca un eco que decía: ¡Qué viene el Rey! Aunque, ya nadie se lo creía.

Cuatro años después del plantón real en la Sierra Blanca de Ojén, el sábado 21 de mayo de 1921, Alfonso XIII inauguró el pantano de El Chorro. El domingo, tras la finalización de los actos oficiales y antes del banquete celebrado en el salón de fiestas del ayuntamiento de Málaga, el marqués de Larios obsequió al rey con un lunch en su palacio –supongo que durante el refresco, el noble malagueño, reiteraría la invitación cinegética—. Aquella misma tarde, el augusto viajero partió en tren para Sevilla y, a la mañana siguiente, para Peñaflor donde inauguró otro pantano.

Alfonso XIII visitaría Málaga, por cuarta y última vez, en 1926. Permaneció en la ciudad desde la mañana del 10 a la tarde del 13 de febrero. Precisamente, la mañana de aquel último día en la tierra del boquerón hizo “una gran excursión” por la costa hasta Marbella, donde se topó con el alcalde “cuando pasa por la bajada del Calvario” –como ya conté en «Aquellos visitantes regios de la Marbella pasada»—.

Así pues, tampoco en esta ocasión se acercó el rey a de los montes de Ojén, ni siquiera para admirar los hermosos ejemplares de cabríos monteses que tanto le gustaba matar. Sin embargo, la «Casa del Rey» siempre estuvo a punto para recibir al soberano e, incluso, lo siguió estando después del 14 de abril de 1931. Todos los muebles relucientes, el suelo encerado, la mesa puesta y las camas hechas –le contó a mi abuelo su compadre Antonio, guarda jurado del extenso coto de caza—. Por cierto, todos los muebles y el resto del ajuar doméstico del palacete: las sillas, las mesas, los platos, las tazas, los cuchillo, las cucharas, las servilletas, los manteles, las sabanas…, todo, tenía grabado, pintado o bordado la cabeza de un macho cabrío de largos cuernos como insignia.

Para terminar con esta partida de caza regia nunca realizada, os diré que si en la Primera República el «pueblo de Ojén» se repartió la Sierra de Ardois, en la Segunda, cuando ya agonizaba, hizo lo mismo con el ajuar doméstico de la «Casa del Rey». Y aunque la Causa General acuse del «saqueo de la Casa de Juaná», propiedad del señor marqués de Larios, a unos «milicianos Rojos» de ignorado paradero, me contaba mi abuelo que aún en los años cuarenta del pasado siglo, hasta en la casa de la maestra había un par de esas sillas que tenían en sus respaldos, en el primer travesaño, labrada la cabeza del macho cabrío.

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La cacería regia que nunca se produjo en Juaná

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La curación de una joven delicada, marbellera y afónica

Clínica de garganta, nariz y oídos del Dr. Pablo Lazárraga, en calle Granada, nº 84. Fuente: Málaga Artística e Industrial, 1909.

En la Marbella de últimos del siglo XIX y principios del XX –aquella que os mostré en un «Retrato de 1900»—, la estación de «La Veloz», donde paraban los carruajes y las diligencias, estaba en la calle Tetuán y la estación de tren más próxima se situaba a 30 kilómetros de allí, en Cártama. Un informe –publicado en el «Anuario de ferrocarriles españoles»— la incluía entre las poblaciones con más de 3.000 habitantes que no tenían estación de ferrocarril y, sin embargo, podían establecerse en ellas –ya había pasado más de un cuarto de siglo desde que se proyectase el camino de hierro hasta Marbella, como os tengo contado en «Papá ven en tren»—. En aquella época –como ahora— Marbella no tenía tren pero; sí una calle Estación –donde, por cierto, tampoco estaba la «Estación limitada» de Telégrafos a la que me referí en «La estafeta marbellera»—. Muchas veces le pregunté a mi abuelo como preguntó Mies van der Kruijf al grupo Facebook «Historia de Marbella» ¿Porqué se llama así? ¿Pasaba por allí en el pasado un tranvía o diligencia? Mi abuelo –que era republicano y anticlerical— nunca me contestó. Sí lo hizo uno de los administradores del grupo, el doctor Francisco Javier Moreno, que aclaró a Mies que se trataba de “una estación de cruz o de penitencia, paso obligado de procesiones”.

A finales del decimonónico siglo conoció mi abuelo a los hermanos Peralta Luque. Tuvo gran amistad, sobre todo, con Paco y Manolo que, años más tardes, formaron parte de las ejecutivas del Partido Reformista, fundado por «el médico de los pobres» –leí en la Cilniana nº 17—. Precisamente, Pepe, el mayor de los hermanos, por entonces vivía con su esposa, Micaela Morilla Delgado, sus tres hijas y sus dos hijos en el número 3 de aquella estrecha calle Estación. Y, desde luego, la segunda de sus hijas, Ana –que así se llamaba—, sufría una verdadera cruz o penitencia. Tenía 21 años recién cumplidos y estaba soltera, padecía dismenorrea e histeria y desde niña se acatarraba con suma frecuencia. Por ello, desde siempre, fue “lo que vulgarmente se llama una joven delicada” –en palabras del inteligente médico que la curó—.

Leí un día en la prensa de la época que en los albores del siglo XX no todo en Málaga era “solera, palmas, cante, juerga y guasa viva”; tenía, también, un núcleo de intelectuales que seguían atentamente los progresos modernos, “los estudia y hace de ellos aplicación, á veces, mejorándolos” –decía El Liberal—. Por ejemplo, en el campo de la Medicina, en poco tiempo, destacaron varios doctores no solo en nuestro país sino, también, en el resto de Europa, entre ellos los especialistas en enfermedades de garganta, nariz y oídos Pablo Lazárraga Ortiz de Zárate y Antonio Villar Urbano, cuya clínica en poco tiempo sería una de las mejores de España –donde, como ya relaté, gracias a una «gran obra de caridad», fue operada en junio de 1906 la niña Ana Díaz Morilla—.

En un lluvioso otoño marbellense –de los que ya no existen—la joven marbellera, Ana Peralta Morilla, se acatarró más de lo acostumbrado, durante unos pocos días tuvo una violenta tos y, tras ella, le quedó una ronquera que fue acentuándosele día a día hasta que quedó afónica por completo. Su padre que, aunque de estirpe marenga, trabajaba como “empleado de los ingleses”, había oído hablar de los reputados especialistas malagueños al director de la «The Marbella Iron Ore», Mr. Frederick Edson Birkinshaw. Pero, como él no podía pagar a un médico privado al igual que hacía su patrón, tuvo que mandar a su hija al nuevo Hospital de Málaga donde atendían gratuitamente a las personas necesitadas de la provincia. A las nueve de la mañana, cogieron Micaela y Ana «La Veloz» que les dejó en la malagueña plaza de Arriola ya de atardecida. A las claras del día siguiente se plantaron las dos en la comisaría de entrada del Hospital Civil –terminado, por fin, después de treinta años, según la archivera e investigadora malagueña María Pepa Lara García—. Fue el doctor Zoilo Zenón Zalabardo Gómez –un estudioso médico del Hospital y destacado miembro de la Cruz Roja malagueña— quien, tras examinar a la joven, concluyó que el padecimiento de Ana sería de interés para su colega y amigo el doctor Pablo Lazárraga –que, aunque donostiarra de nacimiento, estaba afincado en Málaga, donde había fundado una casa de curación para enfermos pobres en 1899—. Ante la propuesta del médico del Hospital Civil, Micaela insistió en que ellas no tenían dinero para médicos particulares. Don Zoilo aseguró a las marbelleras que aquel especialista no les cobraría ni un real. Entonces, él mismo llevó a la madre y a la hija al número 4 de la calle Méndez Núñez, donde el acreditado otorrino tenía su gabinete montado con una instalación modelo, con los últimos adelantos modernos, aparatos eléctricos e instrumental completo para todas las operaciones de la especialidad –que más tarde trasladaría al número 84 de la calle Granada—.

Por cierto, antes de continuar, un paréntesis. Es curioso y paradójico –y es el porqué del inciso—, el hecho de que, por entonces, el doctor Lazárraga fuese conocido fuera de Málaga –a través de la prensa nacional—, más que por sus logros médicos, por su pleito contra el exministro de la Guerra, el general Weyler, al que reclamó sus honorarios por la asistencia a la hemiplegia y al catarro bronquial que padeció su esposa en 1903 y que aquel excelentísimo señor se negó a pagar, alegando no haberla autorizado –y que solo, tras una escandalosa y desfavorable sentencia en primera instancia, ganó parcialmente en la Audiencia Nacional—.

Pero, volviendo a nuestra joven y afónica marbellera. En su exploración, don Pablo, encontró su cuerda vocal izquierda completamente paralizada, aunque sin lección material. La paciente “deglutía perfectamente y en el pecho no se notaba señal alguna de tumor ni aneurisma, que explicara la falta de funcionamiento de la cuerda”. Sin embargo, la región interaritenoidea de Ana estaba “ligeramente enrojecida y cubierta de moco abundante” y en la parte alta de las vías aéreas  tenía “enormes vegetaciones adenoideas de la laringe nasal ó cavum, hipertrofia pronunciada de los cornetes inferiores de ambas fosas nasales y una cresta triangular de 2 cm. de longitud”, que se introducía en la cola del cornete como una uña; lecciones “que toleraba perfectamente la enferma, habituada desde la niñez á prescindir de la respiración nasal y sin que hubieran aún infectado el estomago ni los oídos” –expuso el excelente otorrinolaringólogo en la Gaceta Médica de Granada y del Sur de España, en mayo de 1906—.

Tras el reconocimiento médico, el doctor Lazárraga aseguró en presencia del doctor Zalabardo, tanto a Ana como a su madre, que las lecciones de nariz, faringe y laringe que padecía no eran graves y tenían fácil y rápida cura. Ana se volvió loca de contenta, dándole las gracias de forma vehemente al especialista, quien, en realidad, utilizó una innovadora técnica de sugestión.

A los dos días, estando ya Ana sugestionada en el sentido de su total curación y en estado de vigilia, el médico realizó el raspado de las vegetaciones “durante el sueño clorofórmico”. Cuando la joven marbellera despertó y vio la sabana manchada de sangre y el cogedor con restos de “tejido adenóideo” –que ella pensaba de su laringe operada—  empezó a gritar fuertemente con un timbre de voz vibrante y sonoro, pero, al momento, volvió el timbre velado que le acompañaba desde Marbella. Lazárraga, ordenó enérgicamente a Ana: –Habla con claridad que ya estas curada. Ella obedeció al doctor y conversó con él como si la parálisis de su cuerda vocal izquierda no hubiese existido nunca.

Después, el especialista intervino a Ana en dos ocasiones más, también con novedosas técnicas médicas, para amputar la cola de ambos cornetes y extirpar la cresta triangular. Antes de que acabase la feria de San Bernabé de 1906, el doctor, esperaba dar el alta a la joven marbellera, practicar otras dos cauterizaciones galvánicas en los cornetes y “aplicar masaje vibratorio eléctrico para tonificar el órgano laríngeo”. No me contó mi abuelo si la joven Ana Peralta volvió a vivir en el número 3 de la calle Estación de Marbella, donde tras las intervenciones quirúrgicas y el tratamiento del doctor Lazárraga solo vivían su madre y su hermana Manuela. No sé si corrió la misma mala suerte que la niña Ana Díaz, tras la operación del doctor Villar Urbano. Pero, no me cabe la menor duda de que ambas intervenciones quirúrgicas, practicadas a aquellas dos marbelleras en 1906, contribuyeron al progreso de las ciencias médicas en el campo de la otorrinolaringología. Ambos doctores fueron pioneros y referentes en la especialidad. Ambos aportaron en diferentes congresos gran número de trabajos como, por ejemplo, en el Congreso Oto-rino-laringológico de Sevilla, celebrado en abril de 1910. Y, desde luego, el artículo científico del doctor Pablo Lazárraga, «Parálisis de una cuerda vocal curada por sugestión en estado de vigilia», publicado en mayo de 1906 y en el que da a conocer la curación de la marbellera Ana Peralta, sigue siendo citado –117 años después— en numerosos estudios actuales.

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La curación de una joven delicada, marbellera y afónica

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14 de abril de 1931

Coincidió mi nacimiento en Marbella –como ya he contado en otras ocasiones— con la vuelta de la mujer del gorro frigio y la balanza que trajo la tricolor por enseña. El día que yo nací hubo mucho revuelo y gran regocijo en la ciudad. Vieron salir corriendo de su casa, rebosante de alegría, a don José Martínez Esmoris, antiguo correligionario del «médico de los pobres» en las filas del Partido Reformista y el hombre «más respetado y respetable del republicanismo local» –que diría el nieto del «ciudadano Marín», el cronista Alcalá—. Aquel republicano viejo, más tarde, saludó a los marbellenses y a las marbelleras desde el balcón del ayuntamiento y los marbellíes le aplaudieron. Fue alcalde durante cinco días –me contaba mi abuelo—, después cedió el bastón a don Juan Medina Ezquerro.

Don Juan Medina Ezquerro, administrador de Correos y corresponsal en Marbella del periódico republicano malagueño El Popular. Fotografía extraída del diario madrileño Ahora, 24 de marzo de 1933.

Un año más celebro mi cumpleaños con todos mis amigos del ciberespacio. Y, un año más –y no me cansaré de repetirlo—, vaya desde aquí el homenaje de este viejo republicano para todos aquellos paisanos –y paisanas— a los que les arrebataron la vida en el intento de que fuese la Democracia la que guiase al Pueblo, a:

Juan Medina Ezquerro, Antonio López Gómez, Salvador Rodríguez Agudo, Vicente Pérez Montenegro, Nicolás Cuevas Aguilar, José Cuevas Blanco, Antonio Muñoz Osorio, Salvador Ávila Delgado, Alfonso Martín Nieto, José Vega Benavides, Miguel Luna de la Torre, Antolín Viñas Maté, Antonio Zamora Mata, José Zumaquero Márquez, Fernando Sánchez Guerrero, Antonio y José Lima Mata, Rogelio Palma Morito, Francisco Figueredo Gil, José Ramos Ríos, María Machuca Ortiz, Francisco Romero Añón, Antonio Leiva Gallardo, Salvador Peña Lara, Rafael Aranda Puerta, Alonso Machuca Ortiz, Diego Martín Millán, Antonio Caracuel Delgado, José Gómez Vázquez, Juan Morilla Navarro, Francisco Sedeño Ruiz, Antonio Sánchez Mesa, Francisco Morón Causelo, Rafael Collado Ruiz, José Gómez Machuca, Miguel Sánchez López, Juana Fernández Samiñán…,  –entre otros muchos, que se pueden leer en la tapia del cementerio—.

Cementerio de San Bernabé, «Ofrenda floral, Homenaje a las personas represaliadas por el franquismo», 14 de abril de 2014. Fotografía: Miguel Rodríguez Rodríguez.

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